Relatos

La visita

2 septiembre 2023

Una noche fría, muy fría, hace mucho mucho tiempo en Buberos, un pueblo de Soria… Inés y su vecina se encontraban en el bajo de la casa hilando, frente al fuego.

Marido e hijos, muchos, hasta diez, llevaban ya largo rato en el piso superior durmiendo. Ellas conversaban de vez en cuando, mientras seguían hilando.

Buenas noches nos dé Dios.

En un preciso instante, tan preciso que eran justo las diez, la puerta que estaba entreabierta, como se suele hacer en los pueblos, se abrió y dejó pasar a un hombre vestido de negro, con un palo largo largo, y un sombrero cacho.

El hombre avanzó en la estancia, y tomó asiento junto a las mujeres, tan solo saludando con un buenas noches nos dé Dios.

Las mujeres continuaron hilando sin atreverse a decir nada, junto al fuego. A partir de entonces los minutos pasaban, y luego las horas también, y entre ellas ya no se dirigían la palabra, solo hilaban con el miedo metido en el cuerpo. No articulaban palabra ni fueron a ningún sitio en ningún momento, ni a por agua, ni se acomodaron para cambiar de posición en los duros bancos donde estaban sentadas. Ningún movimiento salvo concentrarse en el hilo y el pánico. La agitación estaba en sus cabezas y no salía hacia fuera. Todos los posibles finales para aquella noche, pensar en los que estaban en el piso de arriba durmiendo y que no bajarían, y en cómo habían llegado a optar por callar y se veían ahora atrapadas en su silencio y su inmovilidad.

A las 5 de la mañana, cuando el sol rayaba el horizonte, el hombre vestido de negro, del palo largo largo y sombrero cacho, se levantó de la silla y se dirigió a la puerta, y les dijo a las mujeres:

No hubiera entrado si no hubieran dejado la puerta abierta.

Nunca se supo y no se sabrá, ni allá entonces ni jamás.

Las mujeres nunca supieron quién era aquel hombre, ni tampoco ningún otro habitante del resto del pueblo lo había visto entrar ni salir. Nunca se supo y no se sabrá, ni allá entonces ni jamás.

Esta historia, que bien podía dar para una película de hora y media, una película silenciosa en las que los actores tuvieran que a través de las miradas transmitir su angustia, y cuyo protagonista principal sería la banda sonora del crepitar del fuego, es una historia real, de la madre de mi abuela, mi bisabuela.

Y desde siempre, si cruzo la mirada con un desconocido que de alguna manera me resulta inquietante, pienso que puede ser el hombre que tuvo toda la noche en vela a la madre de mi abuela, que viaja eternamente por los siglos.

Ahora ya no encuentra puertas abiertas y ha aceptado un trabajo como agente inmobiliario, y lo que más le gusta es ir a pisos amueblados, porque cuando les enseña el salón a los posibles compradores, les hace probar el sofá, y entonces él se sienta con ellos mirando al frente y se pone su sombrero (a veces una gorra por adecuarse a los tiempos), y les pide silencio.

Normalmente aguantan así unos minutos y nadie se atreve a decir nada ni moverse, y él disfruta cada segundo. Pero siempre se rompe la magia con una llamada, o alguien empieza una conversación de nuevo y lo sacan de su éxtasis, y tiene que continuar con la visita, aunque después de lo del sofá, la gente quiere acabar rápido.

Estar acompañado en silencio si tu sino es vagar.

Y entonces se conforma sentándose en los parques en un huequito de cualquier banco ocupado, observa a la gente y busca parecidos con las personas que involuntariamente compartieron techo con él, noche tras noche, cuando era más fácil estar acompañado en silencio si tu sino es vagar.

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