Nací a orillas del mar, al sur de una provincia del sur de España.
Fin.
Bueno, está bien, desde entonces no he hecho nada más que merezca la pena contarse, pero como no quiero parecer antipático contaré algún pormenor.
Vine al mundo en pleno invierno en la fonda veraniega de mi pueblo. Ahí empecé a asumir mis contradicciones.
Hasta que aprendí a gatear, pasé por los brazos de multitud de camareras, cocineras y señoras del servicio. Todo un lujo del que pronto me desprendieron mis padres al llevarme a la ribera del Ebro. Junto a la Pilarica estuve hasta casi los cuatro años, pasando un frío que, según dice mi madre, me curtió para los restos. Aquellas heladas me incitaron a comer y desde entonces no he dejado de hacerlo.
Tras dar vueltas por ahí por motivos familiares, eché el ancla en la ciudad de Málaga, donde acudí a la universidad, me hice un hombrecito y empecé mi carrera trabajando en una ambulancia. Después de trece años amortiguando el estrés con la adicción al tabaco dejé ambas cosas, la ambulancia y el tabaco, no el estrés, y pusieron en mis manos un talonario de recetas con el encargo de distribuir drogas entre la población enferma asignada a un cupo de medicina familiar y comunitaria. Y ahí sigo.
Pero lo importante para mí, aunque a nadie le importe un comino, son mis dos amores: la música y el cine. A la música me aficioné siendo ya un niño a través de las copias que mi padre hacía en una grabadora de cassettes, en medio de un silencio funerario, de los discos de sus amigos. Pero el cine entró en mis venas mucho antes, desde que me llevaban en brazos aquellas camareras. Mi padre proyectaba las pelis en el cine de verano de mi pueblo y allí me llevaban cada noche para darle un beso a papá. Ahí, como le pasó a Totó en Cinema Paradiso, me aficioné al cine y a los besos.
Y por ahora aquí sigo, viviendo junto al mar, con más recuerdos que proyectos y llevándolo como puedo. Como todos.
Ah! me dejaba lo mejor. He sido padre por primera vez a los cincuenta y siete. Supera esa irresponsabilidad, valiente!

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