¿Qué dices niño?

Solo un juego

27 enero 2022

Cuando se enseña a los niños, no se puede evitar notar comportamientos que les distinguen de los adultos. Para dar un ejemplo de muchos, la energía e ilusión con que llegan a la clase, corriendo a través del pasillo e irrumpiendo en el aula, puede ser casi desbordante. Solo es igualada por la energía e ilusión con que salen de la clase, una hora después. Es como si tuvieran fe ciega en que las cosas increíblemente maravillosas siempre están justo a la vuelta de la esquina, y como adulto que trabaja en mantener tal fe, lo tomo como fuente de inspiración.

Por otro lado, hay temas que evidencian no tanto las diferencias entre los niños y los adultos, sino las similitudes. El tema del futbol, por ejemplo. Resulta que los pequeños aficionados al balompié pueden discutir un penalti de un derbi con la rabia e indignación de unos viejos borrachos gruñones, dando al aula el aire de un bar de mala muerte.

         ¡Fue penalti, joé!

         ¿Qué diiiiices? ¡Que no fue penalti!

         ¡Que sí!

         ¡Que no!

Cuando se introdujo el VAR, ese sistema con el que los árbitros pueden revisar las jugadas con video—minuciosamente, a cualquier velocidad, desde casi cualquier ángulo—tenía la esperanza de que pondría fin a estas tonterías de una vez por todas, tanto en el bar como en el aula, pero no. Para nada. En vez de resolver las disputas, el VAR simplemente introdujo un nuevo parámetro de disputa—el VAR mismo. Cuando se trata de algo tan tribal como un derbi de futbol, somos capaces de interpretar la misma imagen de formas totalmente contrarias, en función de cómo sirva a los intereses de nuestro equipo. En fin, a pesar de la promesa del VAR, un penalti en un derbi Sevilla-Betis aún puede inspirar discusiones de tamaño adulto en el aula de los peques, y por mucho que me gustaría mandar a todos los involucrados directamente a la calle con tarjeta roja, me toca tranquilizarlos. Tengo que recordarles a los pequeños fanáticos de futbol que, después de todo, It’s just a game.

Es solo un juego.

Sería ingenuo creer que los niños superarán este tipo de comportamiento con el paso de los años, ya que lo aprendieron de, pues, los adultos. Me gustaría pensar que al menos aprenderán a dejarlo donde corresponde—en el campo de futbol—pero me temo que, en eso, los adultos tampoco somos los mejores modelos a seguir. De hecho, hoy en día nuestra tendencia es la contraria: en vez de dejar los instintos tribales en el campo deportivo, donde encuentran un desahogo relativamente sano, estamos llevándolos a un campo mucho más peligroso—el de la política. Tanto en España como en EEUU, la política actual me parece un derbi deportivo, en el que juzgamos las faltas en función de quien las cometa. Si mi equipo partido organiza una manifestación en plena pandemia, es perfectamente legítima y aceptable, pero si otro partido se manifiesta en plena pandemia, es totalmente irresponsable e imprudente. ¡Penalti! ¡Penalti! Cegados por las pasiones,nuestro juicio se vuelve totalmente mercenario —ya no es cuestión de principios, sino de colores.

La verdad es que cuando irrumpió la crisis de la COVID, tuve la esperanza de que, por fin, todos dejaríamos de lado nuestras diferencias para afrontar la amenaza común. En el aula, había visto que, cuando viene la Eurocopa o el Mundial, todos los pequeños cierran filas para animar a la selección contra un adversario común. Al principio de la crisis, yo esperaba que los políticos del mundo afrontarían el asunto en bloque, indivisibles. Quizás esto marcaría una nueva era de cooperación internacional.

Pues, no. En muchos casos, los políticos han aprovechado la crisis no para unir al mundo, sino para aumentar la división dentro de sus propios países, bailando con los fantasmas más oscuros del pasado. Y no solo los políticos. Sean cuales sean tus creencias políticas, si pasas un rato en Twitter—que, por cierto, no te lo recomiendo—te darás cuenta de que hay personas que estarían perfectamente contentas de borrarte de la faz de la tierra.

Las democracias no funcionan de esa manera. Si queremos ser escuchados, deberíamos escuchar. Si queremos ser respetados, deberíamos respetar. Es decir: si queremos vivir en democracia, deberíamos ser democráticos. Hay que aceptar tanto las derrotas como las victorias. El día que olvidemos cómo aceptar la derrota, derrotaremos la democracia misma. Seguramente sea más frágil de lo que parece, y mucho más fácil de perder que de conseguir.

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