¿Qué dices niño?
Chimpandemonio
2 julio 2023
Se dice que donde todos apesten, nadie apesta. Después de 15 años en España, se me ocurre una variación del tema: donde todos blasfemen, nadie blasfema. En un país donde ¡Me cago en la leche , hijoputa! sirve como un alegre saludo entre amigos, puede resultar difícil llamar la atención con el lenguaje. Es una lástima, porque hay momentos en la vida en los que conviene llamar la atención con el lenguaje. Cuando estás enseñando en una clase de primaria compuesta por nueve chicos y una chica, por ejemplo.
Si aún no estás convencido de que los humanos somos primos de los chimpancés, te animo a visitar una clase de primaria con tal desproporción entre chicos y una chicas. Es que los chicos de primaria no son muy versados en los matices del cortejo. Ellos simplemente sienten, en algún lugar profundo del cerebro, que ha llegado el momento de dejar de ignorar a las chicas y comenzar a llamar su atención. Si hay chicas de sobra, la bufonada competitiva es relativamente dispersa, es decir, manejable. Pero cuando nueve chicos compiten por la atención de una sola chica, no hace falta nada de nada para revolver todo en un frenesí de tontería global. El boli del profe cae al suelo, y acto seguido, todos los niños está chillando, aullando y saltando como monos enloquecidos—¡El boli! ¡El boli! ¡El boli!—con un ojo fijo en la chica a quien este comportamiento pretende, de alguna manera, impresionar.
La pobre Noelia. Era una buena estudiante, la mejor de la clase con diferencia. Tranquila y atenta, ignoraba las travesuras simiescas de sus pretendientes, concentrándose en las preposiciones y la concordancia de los verbos. Naturalmente, ésto sólo empeoró las cosas. Los chavalitos especularon, ¿Acaso no pueda oírnos? ¿Acaso no estemos siendo suficientemente tontos? —para luego intensificar el volumen y la tontería.
La única semana vagamente productiva para ellos fue la semana en que Noelia, la estudiante estrella, faltó por un resfriado. Sin chica, los chicos no tenían ni idea de qué hacer, ni idea de por qué estaban aquí, vivos en la tierra. Se sentaron allí, aturdidos, con una respiración bucal, como si hubieran sido golpeados en la cabeza con un jamón. Fue maravilloso. No pude evitar desear que el resfriado de Noelia se prolongara. Mejor hubiera sido para todos.
Pero no. Noelia regresó al lunes siguiente, y tras su ausencia, los chicos faltaron menos que nunca para acabar entrando en la jungla puberal. El Paco estornudó, y ¡bum! Chimpandemonio total.
Después de una semana de relativa calma, yo no estaba de humor y, antes de darme cuenta estaba cruzando una línea que los profesores nunca, pero nunca jamás, deberíamos cruzar. Estaba maldiciéndolos. Bueno, pretendiendo maldecirlos. Con mi ya torpe español hecho aún más torpe por la emoción —¡Me caigo en la leche! ¡Puta de hijo! ¡Piligollas cajones! —la reprimenda no tenía sentido, pero sentimiento de sobra. Si me despedían por esto, que así fuera, pero quería silencio, ¡y lo quería ya!
No lo conseguí. Aunque mis exabruptos hubieran sido inteligibles —o incluso coherentes— estábamos en Cádiz, un rincón del mundo donde los hombres se llaman pishas, las mujeres se llaman cho-chos, y la palabra cojones canta alabanzas ¡Cuanto tiempo pishita mía, cojones!
En realidad, no había cruzado línea alguna. De hecho, mi sobredosis de testosterona solo había precipitado el caos hormonal en el aula. Peor aún, siendo el español mi segunda lengua, yo tampoco sentía la fuerza de las palabras.¿Dónde estaba la emoción escandalosa, el deleite perverso? ¿Dónde estaba la liberación? Me di cuenta de que si quería que funcionara la táctica, tendría que sentir realmente lo que estaba diciendo. Tendría que decirlo en inglés.
Dicho y hecho. Sacándole un inesperado partido a mi currículum vitae y trayendo a mi memoria los arduos días a bordo de un pesquero comercial, lancé una tormenta de blasfemias que habría hecho llorar al boxeador más aguerrido. — Shut the fuck up, you little motherfuckers! Goddamn pissant shit-stain sons of bitches! Cocksuckers!
Cuando uno se viene arriba, ya no puede detenerse —aquella ola de dulce suciedad me transportó a una especie de nirvana, los ojos cerrados en éxtasis. Cuando por fin volví a abrirlos, haciendo una pausa para respirar, descubrí un ecosistema radicalmente diferente. Los chirridos, aullidos, y saltos de babuinos habían desaparecido. Solo se veía a una alumna que retomaba tranquilamente su trabajo —Noelia entendió que la cosa no iba con ella— y a nueve alumnos atónitos que escrutaban a su profesor en silencio absoluto, los ojos como platos.
La nueva configuración escénica no respondía al significado de mis palabras sino a la forma en que habían sido dichas. No importaba que la mayoría de estos niños nunca hubieran escuchado tales blasfemias. Los chavales no tenían por qué saber lo que era una f-bomb (una bomba-f, es decir, la palabra fuck) para experimentar su detonación. No les hacía falta saber lo que significa motherfucker (¿y quién lo sabe, en realidad?) para entender que no quieres que te llamen así. No necesitaban tener la menor idea de lo que allí se estaba diciendo para entender exactamente lo que allí se estaba diciendo.
Nunca tuve que volver a decirlo, no de esa manera. Desde ese momento, una breve pero estratégicamente colocada ráfaga de invectiva en mi lengua materna sirvió para frenar cualquier tontería, y trasladar nuestra atención a actividades más civilizadas.