Donde las aves Anidan

Esperanza

5 diciembre 2022

Arranes, al igual que Abulo también añoraba los viejos buenos tiempos que había conocido en el terruño a través de su familia, en este caso un tío suyo que conservaba aún vínculos económicos con Segia, ya que la familia de su esposa aún residía allí.

Comentaba Arranes que sus antepasados habían contribuido al asentamiento de poblaciones romanas en el valle, siempre con su apoyo militar aún a costa de tener que vérselas con otras tribus que poseían muchos ganados, asolando sus cultivos una y otra vez. Ellos, al igual que esas poblaciones romanas, velaban por el trabajo agrario en unas tierras muy aptas para cosecharlas. La desazón le invadía cuando rememoraba la traición, una y otra vez, a ese pacto que habían sufrido sus gentes por parte de la administración del Estado. Ellos, que habían abogado una y otra vez por la paz, habían terminado como siervos expoliados —Malditos sean— decía una vez más.

Abulo oía ensimismado las palabras de su nuevo amigo con una mezcla de fascinación y de prevención, ya que de su padre había escuchado muchas veces las bondades del ganado de sus antepasados, de sus ricos pastos en las tierras altas y de sus encontronazos con las gentes ligadas a la agricultura. Pronto se convenció de que aquello era agua pasada y la desgracia los había unido. Lo que no pueda hacer el ejército romano, que lo hagan sus cuestores.

Sus conversaciones se iban haciendo cada vez más frecuentes y largas. Intercambiaban impresiones y recuerdos compartidos de sus respectivas familias —Desengáñate, Abulo, eres un mal romano— le espetó un día. Y, ciertamente, poco o nada quedaba de aquella sociedad próspera de antaño en la que se vieron inmersas las familias de lugareños. Apoteosis del comercio, cultura en todas partes y una sociedad que se veía a sí misma como mestiza y llena de valores aportados por todos los grupos tribales o familiares por igual.

Fue naciendo en él un sentimiento ambiguo de añoranza por las glorias pasadas y odio hacia los que legalmente representaban esas grandezas pero que nada tenían que ver con ellas. Solo la avidez recaudatoria los movía, con la esperanza del enriquecimiento rápido, pero eran capaces de vender su alma al diablo en forma de gentes de armas foráneas con tal de permanecer en el poder.

No habían pasado desapercibidas a las patrullas urbanas de soldados, las numerosas reuniones multitudinarias que se realizaban aquí y allá, lejos de los restos del foro, ahora ya prácticamente abandonado o reutilizado por menesterosos para establecer su morada. Predominaban gentes que, como ellos, iban desclasándose a medida que su subsistencia se hacía más y más difícil. Y entre ellos, iban escuchándose cada vez con mayor frecuencia, conversaciones en jergas de los distintos gremios. No era extraño esto, ya que dichos gremios habían surgido en la ciudad a consecuencia del asentamiento de distintas familias hacía ya muchas generaciones procedentes de grupos tribales llegadas desde las cercanías e incluso desde lugares más remotos. Ello suponía que, aunque todos hablaban la lengua de Roma con mayor o menor soltura, no habían olvidado del todo viejas palabras del oficio e incluso expresiones verbales más completas que sin duda provenían de la lengua de esas tribus.

Los acosos, cacheos, y desalojos eran cada vez más frecuentes y virulentos, lo que obligó a estos grupos a ser más prudentes y precavidos. A consecuencia de ello, se habían organizado turnos rotativos de vigilancia con una estricta organización de escapada en caso de celadas. Podía decirse que era el embrión de un pequeño ejército, pero sin armas.

Había llegado a oídos de algunos de ellos que los hombres libres de poniente se estaban organizando en el interior de la terra ignota, la de los grandes zarzales, donde las patrullas armadas temían entrar pues eran emboscadas con facilidad. Estaba situada esta tierra a poniente de Segia y ni siquiera los campesinos, y mucho menos los grandes terratenientes, estaban interesados en ella ya que era de difícil cultivo y los ganados sufrían grandes pérdidas debidas a las muchas alimañas que por allí campaban a sus anchas. Siempre había sido refugio de malhechores y gentes que huían de la justicia, cuando ésta era conforme a ley, pero ahora representaba la idea de la libertad secuestrada por los sicarios corruptos y autoritarios. Poco más se sabía de ellos salvo que debido a la ausencia de recursos naturales, se veían obligados a recurrir al latrocinio en los territorios aledaños, sin olvidar la solidaridad con la que con frecuencia eran obsequiados por las buenas gentes, pequeño campesinado que aún subsistía y que, era obvio, los veían más como salvadores que como ladrones.

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