Gastronomía

Desde Francia con amor

9 julio 2021

Hola, amigos y amigas gaceteras. De nuevo estamos inmersos en mundo gastronómico.

Hablo mucho sobre recetas, alimentos, curiosidades… pero, aunque comento a grandes rasgos los sentimientos placenteros que nos producen los alimentos en el cerebro a través de las papilas gustativas, pocas veces hablamos sobre los sentimientos que estos sabores nos hacen sentir.

En la escuela, es algo muy normal que recuerde a mi alumnado la importancia de hacer sentir al cliente. No solo sentir que la tripa se llena y cubrimos las necesidades básicas del proceso de la alimentación natural.

Nosotros vendemos comida y bebida, eso está claro. Alimentos y materias primas que transformamos y manipulamos para sacarle rendimiento económico, ganancias y poder pagar facturas desde luego. Pero donde queda la felicidad, la necesidad de sentirse bien, de evocar momentos del pasado que nos hacen sentir como hace tiempo que no lo hacíamos. En fin, hacer disfrutar.

Eso es algo muy importante para los cocineros y cocineras. O por lo menos para mi y me esfuerzo mucho en intentar inculcar a todos los que desean pasar un rato culinario conmigo y quieren aceptar mis enseñanzas.

Vendemos satisfacción física y sensorial. Y nunca debemos olvidarnos de eso.

He oído mil veces reacciones negativas al salir de restaurantes, bares, tabernas. A veces de gente sin escrúpulos que exigen y reclama el chupito, y ese detalle estropea toda la valoración objetiva del servicio o comida. Señores y señoras, a nosotros el chupito nos lo cobran, ¿exigimos una rueda nueva en el concesionario después de gastarnos 25 mil euros? No verdad… pero un chupito después de un menú de 20 si… que extraña vara de medir…

Pero a lo que vamos, la persona encargada de hacer una simple tapa debe de saber y estar concienciada que ese pequeño bocado debe cubrir las dos necesidades, la física de saciar el hambre y la sensorial haciéndonos sentir bien al saborear esa textura crujiente de la lamina de pasta filo envolviendo un trocito de queso brie francés deliciosamente aderezado con cebolla caramelizada y trocitos de pera fresca. Solo por esta tapa he decidido nombrar así este post, desde Francia con amor.

-Pero.. ¿Por qué Edu? -mira que eres raro tío.

Hemos dicho que las personas que cocinamos debemos hacer sentir. Quien se coma esa tapa sentirá todas las texturas con la lengua, la cremosa del queso fundido, la melosa de la cebolla caramelizada, el crujiente del brick rompiéndose entre los dientes.  Sentirá las temperaturas y todos y cada uno de los matices y sabores. Dulce, salado, picante por los brotes frescos de shiso morado que recuerdan a la rabaneta….

Pero además de eso debemos de sentir y recordar cosas y mover emociones. Esas tardes de invierno cuando mis abuelos Pepe y Nieves conocedores de la cultura francesa por obligación al estar viviendo en el Paris de los años 40, 50 y durante mucho tiempo más. Se empaparon de conocimientos que fueron trasmitidos a ese niño apasionado por comer y cocinar que era yo. Por eso cada vez que pruebo el brie fundido recuerdo las tostadas de la yaya Nieves, cuando como carne al roquefort viene a mi memoria la salsa de queso azul que hacia el yayo pepe cuando servía carne a la plancha. Esos pasteles de patata, guisos encebollados al vino blanco con especias… Pero también recuerdo cuando huelo a calamares recién fritos esas tardes de niñez con mi padre callejeando cerca de la calle moneva, emplazamiento del antiguo calamar bravo.

Memoria gastronómica es sentir el olor de un vino y que te haga recordar ese olor cuando comía con el abuelo Eduardo en la calle Higuera, cuando paso por un kebab y recuerdo las calles morunas de Tarifa, el intenso sabor del vinagre de los pimientos lamullos que mi madre y yo nos comíamos en el Mincha de la avenida de Madrid, la salsa de tomate de mi abuela Rosa encima del arroz a la cubana….

El olor del pelo de mi pastelera, que siempre huele a bizcocho y magdalenas….

Aun no hemos puesto la sartén imaginaria en nuestra cocina imaginaria, pero mi cerebro ha reconocido todos y cada uno de esos olores y sabores, y los siento en la nariz como si regresaran esos momentos o como si estuviera abrazado a ellos.

Esa memoria gastronómica nos hace recordar, nos hace revivir, nos hace reír o nos hace llorar. Es la base de las notas de cata. Vino con aromas a piña, canela, frutos ácidos… el vino no sabe a eso, no lleva eso, pero nuestra memoria gastronómica nos hace pensar en ello.

Casi que esa memoria gastronómica me ha hecho soltar una lagrimilla. Pero eso es bueno. Sigo siendo humano y sigo siendo yo. Esos recuerdos sensoriales, gastronómicos me formaron como persona, cocinero, pareja y padre. Todos ellos son los ingredientes que han compuesto mi receta personal.

Pero vamos a cocinar con la mente. Si hay un recuerdo bueno y sabroso que me haga recordar Francia, es ese dia en que Cristina y yo pasmaos de frio en Paris paramos en un pequeño restaurante cercano a la catedral de Notre-Dame. Entramos mojados como pollos y pedimos unos tazones de la sopa francesa mas rica que he probado. La sopa de cebolla y queso gratinada.

Para elaborarla necesitamos, cebollas peladas, ajo, mantequilla, perejil y cebollino, queso tipo camembert redondo, caldo de ave suave tostones de baguette crujientes.

Pochamos la cebolla en juliana con el ajo en una buena dosis de mantequilla, una vez tenemos pochada la cebolla añadimos las hierbas aromáticas y el caldo. Dejamos cocer unos minutos para que el caldo se impregne de la cebolla y la mantequilla y repartimos en tazones de barro. La sopa debe ser contundente en cebolla y estar espesita. Sobre el caldo de cebolla ponemos las rodajas crujientes de pan frito. Sobre éste una buena rodaja de camembert. Y gratinamos hasta que haga costra crujiente el queso. Hay quien decide colocar sobre el tazón una lamina de hojaldre cerrando el tazón por completo y entonces con la cuchara romper y comer el hojaldre entre cucharada y cucharada de queso y sopa y cebolla y cientos de recuerdos gastronómicos que nos hacen felices. Hasta la quincena que viene.

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