¿Qué dices niño?

Para tanto

7 abril 2021

Cuando llegué a España, no tenía nada de experiencia dando clases a niños. Había trabajado con universitarios y con los adolescentes de secundaria, pero nunca con niños. Empezó como una pesadilla. No sabía manejarles. Era un tornado de mocos errantes, lleno de hábitos raros y preocupaciones peculiares. ¿De dónde salía su obsesión por usar un boli en vez de un lápiz? ¿Cómo explicar su hábito de interrumpir la clase para anunciar, que cumplía siete años en agosto, o que su tío tenía un burro llamado Whisky?

Y el tema del baño, madre mía. Pasábamos media hora sin decir ni pío sobre el baño, y en cuanto el Pepe tenía que ir al baño, de repente la Marta, el José, y la Fátima tenían que ir al baño, también—todo el pelotón, uno tras otro. ¿Qué demonios estaba pasando aquí? ¿De qué planeta vinieron estas criaturas?

Pero curiosidades de la vida, al igual que una jornada que empieza muy mal puede terminar muy bien, a lo largo de los años ese grupo, los niños, que al principio me provocaba tanto pavor, ha acabado siendo mi grupo preferido. Una vez que aprendí a aceptar cierto nivel de caos, empecé a comprenderlos e incluso a apreciarlos. Mejor aún, empecé a aprender de ellos.

Siempre aprendo de mis alumnos, claro. Es una de las grandes recompensas de ser profesor—a quienes enseño, me enseñan. Los mayores y los veinteañeros me enseñan cosas de la historia local o de la política nacional. Por su parte, los adolescentes me enseñan lo afortunado que soy de no ser un adolescente. Pero en cuanto a las cuestiones más grandes—de sociología, de sicología, de la misma naturaleza humana—nadie me enseña más que mis alumnos más pequeños.

Empecemos con las urgencias. En una clase de niños, siempre hay urgencias. De hecho, mi propia carrera como maestro de niños comenzó allí, con una urgencia. Fue la primera clase de mi primer día. Acababa de escribir mi nombre en la pizarra y de explicar cómo hacer las presentaciones en inglés, cuando una niña de unos siete años agitó imperativamente la mano en el aire y reclamó en tono urgente,¡Maestro! ¡Ven!

¿Qué había pasado? ¿Cuál era el número de urgencias? 121? 212? Corrí hacia la niña. —¡La anilla! —dijo. ¿La anilla? ¿Cómo que la anilla? ¿Una expresión autóctona que significaba “dedo» o quizás “muñeca”? ¿Se había cortado el dedo en dos? Cuando llegué a la niña, busqué la sangre, la herida. Pero no había sangre. No había herida.  —¡Mira!dijo la niña. Señaló un folio en su carpeta. Uno de los tres agujeros en la hoja, los que se unen la hoja con la carpeta de anillas, se había roto. Eso. Eso fue la urgencia.

Yo no sabía qué quería ella que hiciera. ¿Qué podría hacer?

– No te preocupes dije— No es para tanto (acento de guiri recién llegado). What’s your name?

– Claudiadijo la niña. Siguió mirando el agujero rasgado en la hoja — My name is Claudia.

Al final, esa urgencia de la Claudia sirvió como una introducción apta para el sinfín de urgencias que me esperaba en el aula de los peques. Allí estoy, explicando cómo usar los números ordinales en inglés, cuando un tal Paco reclama, —¡Ticha! ¡Ven! — Corro hasta el niño para descubrir… que alguien ha dibujado un escudo de Betis en su escritorio. Allí estoy, escribiendo los meses del año en la pizarra, cuando alguien empieza a tirarme de la camisa con insistencia. Me doy la vuelta para encontrar a la Lucía, señalando a un puntito rojo apenas visible en su antebrazo.

– Mira, profedice—Un mosquito me ha picado. En el recreo.

¿He dicho que los peques me enseñan mucho? Me enseñan gomas desmenuzadas, cordones desatados, pupas costrosas. Durante diez años como docente, aún no he experimentado ninguna urgencia de verdad. Es decir, durante diez años, no he experimentado ninguna cosa que yo, el mayor del aula, consideraría una urgencia de verdad. Y allí radica una de las primeras cosas que el mayor del aula, yo, aprendió de los menores del aula. Y es que, para el Paco, ese escudillo de Betis dibujado en el escritorio es un descubrimiento de alta importancia. ¿Quién lo hizo? ¿Cuándo? El simple hecho de que haya otro alumno, de otra clase, que ocupe la silla en otros momentos, es para flipar. En cuanto a la Lucía, el hecho de que un mosquito le haya picado durante el recreo es una gran noticia. Es el trending topic de su día, y quiere compartirlo con todo el mundo. La Lucía no necesita una ambulancia—necesita un megáfono. Yo podría decir “No es para tanto”, pero para la Lucía, esa picadura, sí, es para tanto. Para el Paco, ese escudillo del Betis, sí, es para tanto. Cuando eres un niño, todo es para tanto. Todo es intenso. Todo es grande—literalmente y figurativamente. El paseo al baño en el cole es una odisea. La marcha de una nube a través del cielo es un suceso hipnótico. Un turno en un columpio es un viaje a otro mundo.

Está claro que tal estado de hiperconciencia puede trabajar en su contra, también. Cuando papá te saca del columpio que te lleva a otro mundo, podría parecer el fin de este mundo. En el aula, ese escudillo del Betis puede causar una especie de pánico si el Paco es Sevillista. En ese caso, yo diré algo así como, “¿Qué hacemos? ¿Llamamos a la policía?” No lo digo con sarcasmo sino con sinceridad: Quiero que el niño considere y decida por sí mismo cuán urgente es la supuesta urgencia. Quiero que aprenda que el hecho de que un asunto sea urgente para él no significa que sea urgente para los demás. Es una lección importante de la que muchos adultos podríamos acordarnos, también. Todos tenemos nuestras preocupaciones. Si vamos a convivir, tenemos que saber cuáles compartir, y cuales guardar. Tenemos que saber cuándo llamar la atención, y cuando prestarla.

La niñez es un aprendizaje a tiempo completo. Tienen que aprender a distinguir los asuntos de los asuntitos, el para-tanto del no-para-tanto. Tienen que aprender que el mundo no deja de girar cuando papá les saca del columpio, porque de adulto no van a ganarse las habichuelas pasando todo el día en el columpio. Al mismo tiempo, a los adultos no nos vendría mal intentar recuperar un poco esa capacidad de maravilla que tienen los niños, esa sensación de estar intensamente vivo. El solo hecho de estar aquí, ahora, vivos en la tierra … ¿no es para maravillarse?

Pues, sí. Lo es. Y al igual que los adultos podríamos recordarlo, no deberíamos apresurar a los niños a olvidarlo. Los dispositivos, las pantallas, las redes… al contrario de lo que el marketing indica, el niño más afortunado del barrio no es el que tiene el último videojuego, sino el que aún no necesita el último videojuego para maravillarse con el mundo. Una vez seducidos por la nube virtual, esa chuchería digital cuyas calorías vacías solo nos dejan con hambre de más, y más, y más… cuanto más difícil apreciar la auténtica maravilla de una nube de verdad, la que es nuestra por el precio de simplemente mirar hacia arriba.

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