¿Qué dices niño?

La Gema

1 mayo 2021

Una de las primeras cosas que me llamó la atención en el aula, aquí en Andalucía, fue que los chicos se nombraran entre sí con el artículo definido.

               –          ¡Teacher! ¡El Paco tiene chicle!

               –          ¡Maestro! ¡La María está usando boli! 

No tenemos esa costumbre en inglés, por lo que me sigue sonando raro. Para mí, “el Paco” o “la María” sugiere que existe un solo Paco o una sola María. En realidad, si se trata de una clase de diez niños andaluces, habrá al menos un par de Pacos y tres Marías: el Paco no será el Paco sino un Paco, y la María no será la María, sino una María. Una de varias. Sin embargo, a los ojos de sus pequeños compañeros, cada Paco es digno de un el, y cada María, un la.

 ¿De dónde viene esta costumbre tan curiosa? ¿De una época lejana cuando solo había un Paco en todo el pueblo? Cuando había un solo Paco, tal Paco era el Paco. Ni hacía falta apellido. Luego, cuando otro Paco llega al pueblo, en vez de llamarle “el otro Paco” o “el nuevo Paco”, empezamos con los apellidos. Si el nuevo Paco viene de Toledoen le llamamos Paco Toledo. Si es un poco corpulento, pues Paco Gordo.

Quizás… No lo sé. Es pura conjetura de un friki del lenguaje. Solo sé que hoy día, sí, tenemos los apellidos, pero los niños siguen con el hábito, al menos en la clase, de no usarlos. Siguen usando el articulo definido para nombres no definidos. Siguen con el Paco y la María. Por mi parte, aún no he cogido el hábito. Si falta uno de los dos Pacos, no digo, ¿Alguien sabe del Paco? Tampoco digo, ¿Alguien sabe del otro Paco? Ya que está perfectamente claro a qué Paco me refiero—el Paco que no ha venido—digo simplemente, ¿Alguien sabe algo de Paco?

Dicho esto, sí que hay una antigua alumna que, cuando la recuerdo, me sorprendo usando el artículo definido. La niña se llamaba Gema, pero era tan memorable, con una impronta tan personal, que está archivada en mi memoria como: «La Gema«.

Desde el primer momento, en su primera clase, La Gema se destacó de los demás. La mayoría de los niños llegan a su primera clase de inglés en estado de shock. Entran al aula con cautela, aprensión, timidez. Hay algunos que ni siquiera entran—aferrándose a la pierna de mamá o papá, se resisten y sollozan, como si yo fuera un cirujano malvado preparándose para extirparles los riñones. Esto me hace sentir muy incómodo, claro, pero entiendo perfectamente el sentimiento. Cuando eres un niño, todo ya es enorme, intenso, extraño, y aquí llegas a un aula desconocida, con niños desconocidos, liderado por un hombre que habla como un extraterrestre. Lo raro sería que no te pusieras ansioso.

Entonces, ¿cómo explicar que esa niña entró en el aula su primer día pavoneándose como una diva del rap, sin ninguna duda, ningún temor? En ese momento, yo estaba preocupándome de cierto olor que emanaba de otro niño recién llegado—un olor a asunto digestivo que debería haberse arreglado en el baño antes. No sabía si el susto del primer día había provocado una pequeña fuga, o quizás el niño había llegado con algún residuo, pero algo había pasado, y yo no sabía que hacer al respecto. En mi trabajo como profesor universitario, no tenía que preocuparme por tales asuntos. ¿Cómo era aquí el protocolo? ¿Debería explicar a toda la clase dónde estaba el baño, por si “alguien” lo necesitaba? ¿O mejor hablar directamente con el niño afectado? No tenía ni idea, y al final, como el anglo mojigato que soy, fingí que nada estaba pasando en absoluto. Todo bien, gracias. All fine, thank you.

Así que, allí estaba yo, fingiendo que todo olía a rosas, cuando entró esa pequeña niña que, aunque ni siquiera medía un metro, andaba con la seguridad de una reina coronada. Al acercarse a un pupitre, dejó caer su mochila al suelo, se plantó en la silla, cruzó los brazos delante del pecho, y examinó la escena. Poco a poco, su expresión se agrió. Luego, con la frente ya más fruncida que una maruja sentada en la esquina principal del barrio, dictó sentencia:

                  – Jo, qué peste. ¿Quién se ha cagado?

Ea. Así conocí a Gema. O sea, La Gema. La que me decía la verdad, toda la verdad, y nada más que la verdad, desde el primer momento hasta el último, aquella cuyas lecciones tengo ganas de compartir en este espacio en los meses venideros.

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