El Bohío Caraqueño
Panorama
2 noviembre 2023
Berta Vera era una mujer amante de la lectura y el trabajo campestre. Al despertar con la alborada, se asomaba al pórtico de su casa, con una taza de café a contemplar aquel agreste y desolado paisaje. Sentía la brisa en su rostro, exhalaba profundo el olor a leña del bosque, apreciaba el armonioso sonido del molino de agua y la densa neblina del páramo andino. Los días que le tocaba bajar la pradera hasta el pueblo de Mucuruba, a vender su cosecha y a comprar víveres, pasaba silente y cabizbaja para no molestar. Luego de vuelta a su bohío y dependiendo de su estado del alma, se dedicaba a leer o a escribir, y así transcurría su vida aislada del ruido, del cual había huido hacía veinte años. Es por eso, que resultó tan inesperada, su decisión de regresar a Caracas, al enterarse que había recibido como herencia aquella casa de su infancia por parte de su último familiar vivo hasta entonces, su abuela materna, esa suicida alemana, amante de las margaritas y de las sonatas de Schubert. Quizás, fue la necesidad de reencontrase con su pasado, lo que la motivó a un cambio tan drástico de vida.
Como sea, ella regresó a aquella vieja casa, a compartir espacios con todos sus muertos. A los pocos días estalló la pandemia, el claustro y el espanto. Entonces, sus únicas distracciones fueron la lectura y asomarse por el balcón. Sin embargo, en la medida que avanzaba el tiempo, el encierro pasaba factura. Berta se sentía culpable por abandonar su bosque. En una de tantas oportunidades, mientras admiraba absorta el horizonte, puso su atención en los transeúntes que doblaban la calle y desaparecían de su vista. Este hecho la puso a reflexionar, recordó como muchas personas habían pasado por su vida, a todas las vio alejarse y con el tiempo, sin darse cuenta, doblaban para desaparecer en la esquina de los recuerdos. Un impulso brutal, la hizo regresar al recibo donde tenía una computadora, estando frente a ella comenzó a escribir la historia de Hilda.
La misma noche que llegó el huésped Gunther Braun al Hotel Ávila, no tardó en solicitar los servicios de una dama de compañía. Lo que nadie podía sospechar era que, al cabo de diez minutos de subir aquella despampanante mulata, el Musiú pasaría a mejor vida cabalgando a aquella hermosura…
De pronto pasada la media noche, Berta paró de escribir, sintió frío en los huesos y una necesidad de asomarse de nuevo al balcón, su mirada se dirigió directo a la esquina, allí diviso la sombra de una mujer inmóvil, como esperando a alguien. Aquel espectro nocturno le despertó las ansías de escribir, por eso se acercó de nuevo al ordenador, a teclear su relato.
Las autoridades del consulado le informaron a la esposa del difunto, Hilda Braun, una conservadora mujer con veinte años de matrimonio. Tuvo que viajar hasta Caracas para gestionar todo lo concerniente a los restos mortales Gunther. Resultó curioso que, al llegar, se hospedara en el mismo hotel, inclusive, con una dosis de morbo, elegiría dormir en la misma habitación. Pero esa misma noche, Hilda mudaría la piel. A la mañana siguiente, ya no era la misma. Decidió no regresar, se borraría la memoria, abandonando sus posesiones, familia y aquella vida impoluta y recta.
Mientras, la soledad, el insomnio y el hastío echaban raíces en Berta. En una de tantas noches sin dormir, se asomó como siempre al balcón, buscando la misma esquina, pero aquella presencia ya no estaba allí, pensó que hasta las sombras la abandonaban. Regresó al ordenador para buscar compañía y así siguió escribiendo.
Hilda, se vio envuelta en un torbellino de alcohol, lujuria y excesos, los amantes eran incontables. Por dos años, habitaría aquel cuarto de hotel, hasta que supo que estaba encinta sabría Dios de quien. Entonces decidió comprar una casa en donde criaría a su vástago sola, sin hombre, sin más apellido que el suyo. Pero en su interior esperaba algo, no sabía que, pero esperaba…
A este punto, ambas historias llegaban a una bifurcación, en ese preciso instante, la fuerza de la pasión torció el rumbo y en un arrebato salvaje Berta buscó una soga en el armario, la pasó por una viga, se la colocó alrededor del cuello y se balanceó. Dejándolo todo a medias.
Pasaron unos meses, y a pesar de que la casa tenía fama de estar embrujada, fue comprada y habitada por una nueva familia. Por inescrutable que parezca, los nuevos propietarios a su llegada, presenciaban estupefactos como desde el interior de aquella casa una resplandeciente mujer volaba atravesando el balcón hasta la calle, donde la esperaba otra, con un hermoso vestido estampado de margaritas. Esa aparición fantasmal no era la única rareza, ya que, en ciertas ocasiones, dos buitres acostumbraban a retozar en el balcón. Por si fuera poco, cuentan los borrachitos de La Ceiba De San Luis, que en algunas madrugadas de diciembre ven salir volando desde aquel balcón, a dos mujeres envueltas en una blancura incandescente, para sentarse allá en las escalinatas de la esquina, a contemplar el Panorama, entre hipos y cayéndose de la pea, el más borracho balbuceaba que esas ánimas estaban esperando la alborada que todo lo ilumina.