El bar del Carlos

El ciclista

11 noviembre 2022

Recuerdo que hace unos años, en Miravete de la Sierra, lanzaron una campaña que se titulaba «el pueblo donde nunca pasa nada». Hicieron unos muñacos de la gente que vivía, una docena, y salían hablando de sus cosas. Tuvo mucha repercusión, salió en la tele y, como dicen ahora, se «viralizó». Después de aquello sigue siendo uno de los lugares del Maestrazgo más desconocidos y, supongo, sigue sin pasar nada relevante. Y los posmodernos que hicieron la campaña desde las Barcelonas siguen haciendo sus cosas posmodernas.

Los jóvenes del pueblo siempre están con ese runrún. Para ellos Zaragoza es Puerto Venecia y, como suelen tener bien llena la faldriquera, se piensan que todo el monte es Jauja. No sé yo cuándo les harán espabilar sus padres. Desconozco la fecha y el psicólogo que les tendrá que gestionar sus frustraciones a base de hostias.

Bueno, pues resulta que estas pequeñas historias del Bar del Carlos son, un poquico, como ese lugar donde nunca pasa nada. Aunque las cosas que pasan pueden ser curiosas e importantes. Por ahora tampoco buscamos su «viralización», sino que las compartimos con ustedes, queridos lectores, para regozijo de nuestras almas bebedoras y pecadoras.

Un jueves cualquiera, que es día de autos, apareció un italiano con la bici. Resulta que enseguida contactó e hizo migas con los parroquianos. Uno le ofreció una cerveza, otro que si quería pedir un bocata al Calvario, que iban a llamar. Pagó como buen parroquiano y no quiso limosna. Iba de mochilero a Allepuz, a ganarse alguna perra en el bar ese fin de semana, que hacían lo de las jornadas de la despoblación. Enrico, aunque le acabamos llamando «co», nos contaba sus historias: sus vendimias por Francia, cuando le jodió las perras un catalán y, además, describía al milímetro su subida al temido Stelvio. Hicimos un curso acelerado de italiano y a la Pi la pusimos de mediadora porque es una zagala lista y resuelve cualquier malentendido. Enrico durmió en la carpa, que no eran horas para que durmiera al raso y además llovía. No hemos vuelto a saber de él. Lo imaginamos, con sus 27 años, llegando a Tarifa para echarle un casquete a su novia de 45. Le deseamos lo mejor.

Y aunque ya tenemos otra para contar, la vida sigue, el invierno mental llega pero el atmosférico no, y así vamos aún en manga corta, cenamos los jueves y hemos conseguido que algún día, el José, deje la guitarra tranquila. De cuando en vez han venido las profesoras del IES. Incluso un día cantaron como el que más en el momento guitarra. Son todas muy majas y, además, se quedan en el pueblo, que esas cosas dan vidilla. Que aquí todo funcionario o interino viene a currar y se pira a Zaragoza. Pero de eso, si eso, hablamos otro día.

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