El Bohío Caraqueño

Destellos

18 enero 2024

A veces cuando las circunstancias se lo permitían, Nicolás Sárnada cultivaba un viejo ritual que aprendió siendo infante, el echarse largo y tendido sobre la cama, a rendirle tributo al ocio de Dios. En ese preciso instante, giraba su rostro y fijaba su atención hacia aquel pedazo de cielo y de montaña que apenas lograba divisar a través de la ventana. Absorto quedaba, al contemplar el festival de figuras que se formaban en las nubes. Y de sopetón, como si se abriera alguna puerta, emergían de sus adentros, ráfagas de luces que se encendían y amenguaban aprisa. De hecho, algunos de esos chispazos, no eran más que retazos de recuerdos plasmados en su horizonte. En uno de esos destellos, lo primero que le cruzó por la mente fue aquel viejo autobús Mercedes Benz, que le conducía tres veces por semana hasta el correccional de menores cercano al Cementerio.

En esos tiempos, conoció a esos chicos transgresores, chicos de pan, como él los llamaba, porque siempre pensó que eran como el pan que, al caer en lo mojado, se deshacían en un charco. Mientras se le removían las tripas y postrado sobre el colchón, de a ratos se enderezaba para fijar sus ojos hacia el techo. La cubierta se abría y la mirada se iba lejos. Recordaba que, en su primer día como maestro en aquel recinto, conoció entre otros, a aquel joven cautivo, con aspecto tímido y desamparado, que apoyaba su rostro entre las rejas, con sus gritos de silencios y los suplicios de su mirada expresaba un profundo dolor.  

Nicolás nunca supo el nombre del muchacho, y si alguna se lo dijeron, lo olvido. Pero ciertas voces le contaron que la madre era una domestica en una lujosa casa. Allí conocería al hijo menor de esa familia. Entonces, entre ambos jóvenes surgiría una torrencial atracción. Al parecer, el acaudalado padre los descubrió en una habitación, desnudos y unidos por la pasión. Y en un arrebato de ira, decidió hundir al hijo de la pata en el suelo, en aquel oscuro reformatorio, en donde sería sometido y sodomizado por sus compañeros de celda.

El maestro sabía de antemano, que, en esos umbrales, existían códigos de supervivencia, situaciones inefables de compartir, espejos que ayudaban a entender con mayor profundidad y tino el devenir de la naturaleza humana.

Pero Nicolás también vivenció allí, momentos sutiles e inolvidables, como la de comprar panes y repartirlos entre aquellos estómagos siempre vacíos, porque lo que nació como un gesto de cordialidad, las circunstancias lo transformaron en un hábito pavloviano. Indeleble fue aquella noche del juego Caracas-Magallanes, cuando le subió el volumen a la radio para que los chicos encerrados en sus respectivas celdas, disfrutaran del partido. Sin lugar a dudas, ese sí que fue una hermosa noche de luna llena, el maestro encontrándose en el patio central, contemplaba radiante esa demostración de bullicio y algarabía. Cánticos de los sin nombres que, aun estando presos, por instante, solo por un breve intervalo, se sentían tan pletóricos y libres como albatros en el cielo.

Pero llegó el día en que Nicolás no pudo más, y se alejo de aquel lugar. Pasaron diez años y un poco más, y un día soleado de abril, paseaba en compañía de su esposa y sus dos pequeños hijos, cansados, hicieron una parada obligada en la heladería Visconti, al ser atendidos por una cajera, notó que el supervisor del establecimiento, un hombre como diez años mayor que sus adolescentes empleados y con un lenguaje corporal excesivamente delicado, lo miraba insistentemente con ojos de admiración.

A Nicolás le incomodaba un poco la situación, aunque intentaba no darle al asunto mayor importancia. Al cabo de unos minutos, una amable empleada trajo consigo cuatro rebosantes helados, cada uno, con tres diferentes sabores, antes de que el padre de familia objetara, la joven con una voz dulce pero firme les aclaro, que el costo de los mismos, iba por cuenta de la casa.

En un primer momento, Sintió la obligación de devolverlos, pero ya era tarde, porque sus hijos habían estallado en un estado de tal éxtasis, que no le quedó otra que aceptarlo. Sin embargo, aquella tarde, Nicolás con una sonrisa fingida, intentaba en vano entender lo sucedido. Discurrieron muchas primaveras más. Su esposa había fallecido y sus hijos se encontraban en el exterior. Nicolás siendo un pensionado solo atesoraba pequeños recuerdos, como relumbres, nunca una visión completa. Pero en una de esas tardes, cuando se echaba sobre el colchón, giró y fijó su rostro como siempre hacia el horizonte, inesperadamente, surgió entre las nubes, una zarza ardiente y por fin reconoció aquel supervisor, Nicolás con una sonrisa dibujada en el rostro, se enderezó, miro hacia el techo de la habitación y atinó a decir en voz alta. No solo de pan vive el hombre, y un charco le respondió. También hay exquisitos helados, y vaya que abundan los sabores.

Música:
.Pan Y Agua - Willie Colón
.Timelessness - Wynton Marsalis Septet
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