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Aliah vivía en una brújula sin Norte, con una escalera de caracol sólo de subida. Los escalones serpenteaban hacia arriba, sin paredes que detuvieran su desafío al cielo, y Aliah levantaba la mirada fantaseando hasta dónde llegaría.

Aliah quería ser pirata espadachín. Una vocación así no la puede truncar un mar que no aparece, pero sí la falta de vientos favorables. De pirata le quedó embarcarse en aventuras, y se compró una bicicleta de carbón que hacía ruido de locomotora antigua. Ahumó salmones a domicilio y cocinó a baja temperatura el enfado de todo el vecindario por el ruido y el olor.

Aliah tejía con hilos sesenta por cien ilusión y cuarenta por cien algodón. Cuando el ovillo estaba a punto de acabarse, hilaba nuevas alegrías enrolladas por colores. Y las mezclaba por ganas, las separaba por tamaño, las juntaba por sabor y las maridaba con imposibles. Finalmente elegía una y hacía la madeja hasta tres veces más alta que ella misma. Y descansaba en ella, y la tejía a ratos.

Aliah los fines de semana dormía en un reloj, en el bolsillo de un gran gigante al que contaba cuentos por la mañana para despertarlo. Porque los gigantes son grandes perezosos pero tienen mucho que hacer todos los días, y no toman cafeína.

Aliah hizo yoga en el uno del once. Y como el yoga relaja tanto, se volvió del revés y se interiorizó a sí misma. Y le salieron ramas y creció su corteza, añadiendo aros a su tronco. Y no sintió el paso de los círculos de tiempo. Un día despertó dentro del árbol y tenía mucha sed. Bebió la savia y alucinó, se le cayó la corteza y murió.

Dos veces que la enterraron, dos veces que resucitó, se aburría muerta. Así que la dejaron al pie de su escalera con su brújula, y desapareció. Subió por los peldaños en espiral, que solo subían, y desde arriba siguió fabricando hilos de colores que descolgaba como cortinas para que quien pasara pudiera atravesarlos, sintiéndolos rozar en la cara, suaves y agradables, como caricias.
Chimpún.

Aliah.

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