¿Qué dices niño?

¡Qué nivel!

30 enero 2024

Hasta no hace mucho, de acuerdo con el material escolar correspondiente, yo iniciaba la clase de los peques con la pregunta, How are you? (¿Cómo estás?). La respuesta más inglesa a esta pregunta sería, – Im fine, thank you, and you?, o sea, “Estoy bien, gracias, ¿y tú?”—ya sabes, los anglos siempre estamos bien, gracias; incluso con un cólico nefrítico brutal que nos tiene doblados de dolor, estamos bien, gracias—pero con el fin de enriquecer el vocabulario, la pizarra interactiva de la clase proporcionaba a los alumnos una carta de cuatro sentimientos para responder la pregunta. Preguntados cómo estaban, podían elegir happy (feliz), sad (triste), worried (preocupado), o angry (cabreado). Cada opción tenía su respectivo emoji—la de happy, una carita sonriente; la de sad, una carita llorosa, etc.

Durante semanas, por alguna razón, todos los alumnos respondían a la pregunta de cómo estaban con un robusto y alegre, I’m happy! (¡Estoy feliz!) La única variación no fue tanto una variación como una ampliación: llegó un día en el que el Martín, el más pequeño de los peques, dijo, I’m two happy! (¡Estoy dos felices!). La reacción atónita de la clase—¡Dos felices! ¡Qué nivel!—hizo que su triunfo durara poco, pues empujó al siguiente, al Álvaro, a decir, I’m three happy! (¡Estoy tres felices!), lo cual llevó a la siguiente, la Emma, a decir I’m ten happy! (¡Estoy diez felices!), y así sucesiva y exponencialmente los acontecimientos nos condujeron al contundente  Four hundred happy! (¡Cuatrocientos felices!) del último, el Jesús.

Por si cuatrocientos fueran pocos, el día siguiente el dotado Julio, al entrar al aula, me preguntó cómo decir infinito en inglés, para responder I’m infinite happy! (¡Estoy infinito feliz!) a la pregunta obligatoria. Esta respuesta dejó a todos boquiabiertos, con los ojos como platos, hasta que el pequeño Martín, siempre atento, rompió el hechizo: Pues yo, I’m ten infinite happy! (¡Pues, yo estoy diez infinitos felices!), dijo, para llevarnos de nuevo a la espiral, ya podéis imaginar, del Álvaro diciendo, I’m twenty infinite happy! (¡Estoy veinte infinitos felices!); la Emma, I’m one hundred infinite happy! (¡Estoy cien infinitos felices!); y terminar, esta vez, con un One thousand infinite happy! (¡Mil infinitos felices!) del Jesús.

Es decir, en aquella época había tanta felicidad generalizada entre los peques como para romper las reglas universales de las matemáticas. Como profe, era imposible no tomarlo como un cumplido. Que tantos niños entraran a mi aula con tanta felicidad a las cuatro y media de la tarde, mientras sus amigos se quedaban en casa a digerir el puchero en paz… algo estaba haciendo bien.

Bueno. Nothing lasts forever. Todo tiene un final. Tras semanas de felicidad colectiva, llegó un día en que un alumno, el Jesús, nos devolvió a la realidad. Aquel día no se sentía happy, ni estaba para fingirlo, ni siquiera para competir en el juego de siempre. Allí estábamos, andando por unos diez mil infinitos felices, cuando le pregunté que cómo estaba, y el niño, con cara de acelga determinada, dijo, Im angry.

Estoy cabreado.

La declaración fue tan sorprendente e inesperada, que detuvo el reloj. Al recuperarse del shock inicial, el alumnado empezó a preguntarle al enojado Jesús con interés insistente, ¿Qué? ¿Angry? ¿Qué pasó? ¿Por qué?

En español, claro. En el aula de inglés la idea es hablar inglés, pero claro, transitábamos por territorio desconocido. Ante una cuestión de tal envergadura, era vital conocer la razón por la cual uno de nosotros no se sentía happy. Cuando le preguntamos en su lengua materna por qué estaba angry, el enojado Jesús respondió en esa misma lengua:

–Porque no he comido.

–¿QUÉÉÉÉÉ?

Que no olvidemos, mis alumnos son andaluces. Por acá, la comida sigue siendo, aún en los buenos tiempos, asunto prioritario, la piedra de toque contra la que se miden todos los demás asuntos. Que el Jesús no hubiera comido era un escándalo de primer orden, y ahora todos, incluido el teacher, necesitábamos saber por qué. Así que le preguntamos, ¿Por qué no has comido? ¿Por qué? ¿Por qué?

El Jesús respiró hondo, empleando todas sus fuerzas para mantener la calma.

–Porque hoy mi madre ha cocinado garbanzos y a mí no me gustan los garbanzos y cuando le recordé a mi madre que a mí no me gustaban los garbanzos, mi madre me dijo, pues mal asunto chaval, porque hoy lo que hay son garbanzos.

–¿En serio? –dijo la Emma, hablando por todos.

–Pues, sí. Y dudo que coma esta noche, tampoco. Es que mi madre ha cocinado muchos garbanzos. Montones.

En ese momento una sombra sombría cayó sobre el aula. Todos miraban al pobre Jesús con caras de pena y desconsuelo. Era como si el peso de las toneladas de felicidad anterior hubiera recaído de repente sobre sus hombros.

Con el efecto tan fúnebre que había tenido el calvario del Jesús, era de esperar que el

siguiente, el Álvaro, nos devolviera a la felicidad, un sentimiento mucho más agradable para todos. Si se puede elegir —y en el aula de inglés, sí, se puede elegir; se puede inventar, exagerar, e incluso mentir, siempre y cuando lo hagas en inglés– ¿por qué no elegir lo agradable? ¿Para qué complicarse la vida?

Pero no. Lejos de llevarnos de vuelta a la felicidad, la confesión de Jesús inspiró todo lo contrario. Cuando le pregunté cómo estaba, el Álvaro estudió detenidamente la carta de sentimientos antes de informarnos, –Pues, ahora que lo pienso, la verdad es que…I’m…un poco…sad.

Estoy un poco triste.

Lo cual fue recibido, como no podía ser de otro modo, con gran intriga. –¿Por qué? –reclamaron todos.

–Porque en el recreo los chavales son muy brutos jugando al fútbol—dijo el Álvaro.

–Es verdad, –confirmó el Marcos.

–Totalmente—dijo la Alba. –Muy brutos.

Muy a mi pesar, me hallé asintiendo con la cabeza en solidaridad con los demás antes de recuperar la lucidez, es decir, volver a mi papel de profesor de inglés retribuido por inspirar al alumnado a hablar, pues, inglés. Si algún padre, o mi jefe, hubieran entrado en el aula en ese momento, me habrían preguntado, y con razón, qué estaba pasando allí.

–In English, Álvaro. —dije. –In English.

Y el Álvaro: –Pues… ¿cómo se dice en-el-recreo-los-chavales-son-muy-brutos-jugando-al-fútbol en inglés?

¡Madre mía, qué lío! Ya era hora de abandonar la habitual pregunta fatídica para que la clase pudiera seguir adelante con la lección del día. Estaba pensando en cómo hacerlo sin dañar sensibilidades—en algunas caras estaba claro que, ahora que lo pensaban, había tristezas, enojos, o preocupaciones que compartir—cuando el pequeño Martín, de repente y sin que nadie se lo preguntara, soltó a bocajarro, Im happy!

Que dios te bendiga —pensé. Pese a tomar la palabra sin permiso y totalmente fuera de turno, su declaración me llenó de nostalgia al recordar los viejos tiempos de alborozo general. Inspirado de nuevo, le pregunté al siguiente, al dotado Julio, que cómo estaba. Pero en vez de volver a encarrilar definitivamente el tren hacia el júbilo, el dotado Julio, tras rumiarlo un rato, contestó:

—Pues…¿cómo se dice aburrido en inglés?

Bueno. Llámalo pérdida de la inocencia, vuelta a la realidad, lo que sea, pero sobre todo, fue una lección importante. En exceso, hasta la felicidad pierde su significado. Piensa en esa canción de Talking Heads, Heaven, en la que David Byrne habla del Paraíso como de una fiesta que nunca termina, donde tu canción favorita suena una vez…y otra vez…y otra vez…y otra vez… hasta, pues, el infinito. O diez infinitos, vamos. Cabe notar, también, que cuando el Jesús se manifestó cabreado, todos quisieron conocer la causa; cuando el Álvaro se confesó afligido, todos anhelaron descubrir la razón; pero cuando el pequeño Martín proclamaba su dicha I’m happy! a los cuatro vientos, ni uno quiso saber por qué. Qué curioso, nadie le preguntó a nadie, en ningún momento durante la larga racha de felicidad colectiva, las causas de las alegrías. Ni siquiera en los días de vino y rosas, los días de varios infinitos de felicidad, una sola persona se había planteado las razones de la felicidad del ajena. La cosa era parecer más feliz aún. Quién sabe si, por muy agradable que sea experimentar el júbilo, oír hablar del mismo no sea tan estimulante. Si eres feliz, bien por ti. Yo más. Si estás en apuros, pues, allí hay tomate. Cuéntame.

En fin. A lo largo de la jornada, olvidé el asunto. Cuando tienes cinco horas de clases seguidas, sin descanso, clases que te llevan desde la manía colibrí de los peques hasta la apatía zombi de los que transitan por la edad del pavo, pasando por el chimpandemonio de los pre-pavos…es una larga tarde de cambiar marchas sin un embrague, y el coco termina gastado, con ganas de tomar una larga copa y olvidar.

Y así lo hice, olvidándome del asunto hasta la siguiente clase, cuando noté una cosa curiosa. A excepción del pequeño Martín, que entró al aula corriendo y saltando alegremente como siempre, los estudiantes entraron con caras bien serias, como si estuvieran considerando asuntos bien importantes. Caras de, bueno, preocupación, tristeza, incluso enfado. Y me refiero a caras decididamente plantadas de esa manera, como si quisieran que todos se fijaran en ellas. Tonto de mí, no sabía lo que estaba pasando (¿se había cancelado la Navidad?), hasta que abrí la pantalla interactiva para comenzar la clase con la pregunta habitual, allí para ver las mismas caras—de preocupación, tristeza, incluso enfado—en formato emoji. Todavía estaba estableciendo la conexión entre las caras de los alumnos y las caras de los emoji cuando un alumno, el famoso Jesús, me preguntó:

–¿Vas a hacernos la pregunta, teacher? 

–¿La pregunta? –dije, haciéndome el tonto. Ya había adivinado hacia dónde iba esto.

–La pregunta de How are you?

Miré al alumnado. Ante mí, había un mar de preocupación, tristeza y enfado atravesado por una corriente de anticipación, detectable en cada rostro, que traicionaba un deseo ardiente de no sufrir dicha preocupación, tristeza o enfado en silencio, es decir, un deseo ardiente de compartir con los demás el motivo del sentimiento en cuestión. ¿Qué podía hacer? ¿Qué, aparte de hacerles la pregunta habitual, de cómo estaban? 

Y bueno. Como puedes imaginar, ante dicha pregunta, cada estudiante tenía su propio problema personal detallado para compartir con los demás. Si Jesús ya no estaba enfadado –se supone que la madre había dejado de cocinar garbanzos–, estaba triste porque quería un cachorro pero su padre le dijo que tendría que estudiar un poco más el tema, algo que venía diciendo desde hace tiempo, casi un año ya. La Emma estaba preocupada porque tenía un examen de matemáticas y las matemáticas no le venían nada bien, mientras que la Alba estaba enojada porque su hermano no le permitía usar la tablet. Por su parte el dotado Julio quería saber cómo se dice ansioso en inglés, para explicarnos que tenía consulta en el médico el jueves y estas le angustiaban, aunque no tanto como las visitas al dentista, si queríamos saber la verdad. El único alivio en la colección de sufrimientos personales vino del pequeño Martin, quien, bueno, ya sabes. Si te lo dijera sólo te aburrirías.

Total. Esto ya no era una clase de inglés, sino una sesión de terapia grupal. Para ser sincero, no es que no me importen las vidas de mis alumnos. Al contrario. Aprendo mucho, pero muchísimo, de sus historias. El problema es que los peques aún no tienen el nivel para contar tales historias en inglés. Cuando se le pregunta por su “favorite animal”, o animal favorito, un niño puede dedicar cinco minutos a debatir entre un animal y otro –Bueno, depende, teacher. ¿Estamos hablando de los animales de la selva o podemos incluir también los del mar?—pero, por regla general, no pueden hacerlo en inglés. (Una pena que quienes quieren contártelo todo, los peques, no tengan el nivel para hacerlo, mientras que los que sí tienen el nivel, los adolescentes, no quieran contarte absolutamente nada de nada.) Y claro, la táctica de ¿Cómo se dice…en inglés? sólo funciona en pequeñas dosis, con un par de palabras a la vez. Cuando insistes, In English, Javi, in English, y el Javi responde con, Pues¿cómo se dice hoy-no-pude- jugar-al-fútbol-en-el-club-porque-se-me-olvidaron-las espinilleras-y-el-entrenador-es-muy-estricto-respecto-al-tema en inglés?, la clase se estanca en un pantano lingüístico poco productivo.

En fin. Tuve que terminar con esto. Tuve que callarlos. (Si te parece fuerte, no te preocupes. Dentro de poco, demasiado poco, la mayoría de estos niños tendrán su móvil y su TikTok, donde podrán compartir sus penurias cotidianas con el mundo entero. Si lo hacen de forma algorítmicamente favorable, podrán incluso cobrar por hacerlo. ¿Quién sabe? Algunos podrían acabar pagando nuestras pensiones con sus penurias personales, siempre que no las compartan desde Andorra.) ¿Pero cómo? ¿Cómo finalizar la sesión de terapia en la lengua materna y devolvernos al objetivo principal de la clase: hablar inglés? Hubiera podido dejar simplemente de hacer la dichosa pregunta. Habría habido protestas, pero nada que la administración local—yo—no pudiera manejar con tácticas de distracción (pegatinas y circo, sin ir más lejos). Sin embargo, al final opté por una solución más didáctica, acorde con mi papel de profesor de inglés. Cuando tocó la clase siguiente, y los peques entraron con sus caras lánguidas, y la Emma me preguntó si les haría la pregunta, les dije que sí, que les haría la pregunta, pero con un pequeño cambio. Les expliqué que ahora que eran un par de meses mayores que antes—y si no te crees que un par de meses mayores no es algo importante en la vida de un niño, no conoces a los niños—estaban preparados para responder la pregunta de manera más avanzada. Ya mayores, eran capaces de responder la pregunta como ingleses de verdad. 

¡Qué ilusión en las caras! ¡Hablar como ingleses de verdad! Antes de enseñarles cómo hacerlo, expliqué que ser mayor conlleva responsabilidades: Una vez que pudieran responder como ingleses de verdad, tendrían que responder como verdaderos ingleses.

–Ok, teacher!

–No problem!

–Tell us!

–¡Dinos!

Y les dije. Les dije que, teniendo en cuenta nuestro nuevo nivel, a partir de ahora, cuando les preguntara How are you?, no importa cómo se sintieran realmente, fueran cuales fueran los asuntos de garbanzos o de cachorros, de matemáticas o de médicos, tendrían que responder, con un tono perfectamente plano y seco: I’m fine, thank you, and you?

Estoy bien, gracias, ¿y tú? 

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