Pintura
Pasión en amarillo
20 septiembre 2021
Quien conociese la vida de Ramón Casas, escritor, periodista, pintor, erudito, crápula, vividor, filántropo, bohemio… no hubiese podido imaginar la historia final de su madurez.
La existencia de Ramón Casas, hijo de una acaudalada familia de la alta burguesía catalana, está llena de anécdotas.
Desde los quince años que viaja por primera vez a París, comparte su vida entre esta ciudad y Barcelona. A los diecisiete era corresponsal de La Vanguardia en la ciudad del Sena y sus pinturas, prototipo del modernismo, se hacen populares por toda Europa.
En Francia es nombrado miembro de la Société d’artistes français.
Junto con Rusiñol realizan un viaje por Cataluña en carromato y escriben y dibujan su experiencia en una serie de crónicas para La Vanguardia llamadas “Desde mi carro”.
Entre las divertidas anécdotas relatan cuando montaron un puestecito de venta ambulante desde el cual ofrecían duros -cinco pesetas- a cuatro pesetas. Así como suena. Sin trampa ni cartón, daban una moneda de cinco pesetas al precio de cuatro.
El negocio para el público resultaba tan extraño que únicamente lograron vender un duro.
Pero hoy no quiero divagar mucho en la vida de Casas sino en una parte de ella.
El mundo del arte modernista estableció su centro de operaciones en Els Quatre Gats, un bar al estilo de Le Chat Noir de París. Casas financió este bar. Sus compañeros de empresa fueron Pere Romeu, Rusiñol y Miquel Utrillo. En el bar se desarrollaban tertulias y exposiciones de arte, incluyendo una de las primeras de Pablo Picasso.
Bien pues, imaginad en este ambiente a un vivido Casas de cuarenta y un años. Entra al café una mujer humilde ofreciendo lotería, como cada día, pero hoy es diferente, viene acompañada por su hija Júlia de dieciocho años. Le llaman «la Sargantana» – la lagartija- por lo vivaz de su comportamiento y como decimos en Aragón, lo desparpajuda que era.
De inmediato Ramón Casas le pide que pose para un retrato y realiza lo que para mí es uno de los retratos que más pasión contienen de toda la pintura.
El pelo algo alborotado, desdibujado formando parte de la atmosfera del fondo, la mirada absolutamente intensa pese a estar ligeramente ausente. Su mano derecha apenas insinuada transmite una tensión impresionante a toda la figura, tanto que ni siquiera es necesario dibujar la otra mano.
El amarillo del vestido satura la retina. No es necesario otro color en el cuadro, ni para el fondo, ni para la chaqueta… molestaría. Solo amarillo y las encarnaduras, y estas aún contenidas.
La tensión sensual que el retrato crea se ve agrandada por la dirección de los pliegues del vestido. Un auténtico canon de composición.
Este encuentro sucedía en 1906, desde ese momento Júlia Peraire se convierte en la compañera de Ramón Casas quien realiza decenas de retratos de ella, alguno bien conocido a través de los carteles de propaganda, de los cuales Casas fue pionero.
La relación de Ramón y Júlia no era aceptada por la aburguesada familia de este, ni por su entorno. Una cosa era tener una amante de clase humilde y otra bien distinta llevarla al Liceo, donde la familia Casas y Carbó tenían un palco con saloncito en propiedad.
Pese al insistente deseo de casarse por parte de Ramón su madre nunca consistió y la pareja tuvo que esperar al fallecimiento de esta en 1922.
Aun así y a pesar de ser su legítima esposa jamás fue admitida por el entorno, no artístico, del pintor. Su origen era demasiado ofensivo para ellos.
Diez años más tarde muere Ramón Casa y Carbó. A las exequias acude lo más granado de la burguesía catalana, a Júlia no se le ve, ni se le vuelve a ver. Vuelve con su gente a alguna barriada de Barcelona. Nunca, pese a ser la heredera legal, reclama nada.
Si queréis ver ese primer retrato suyo está expuesto, irónicamente, en el teatro del Liceu, donde Júlia nunca fue bien recibida.
Música de fondo: Suite española, Opus 47: No. 5, Asturias de Isaac Albéniz interpretada por John Williams.