Historias Invertebradas

Mosaico de piezas sin encajar

23 noviembre 2021

¡Qué trabajo nos cuesta traspasar los umbrales de todas las puertas! dijo una vez el poeta Federico García Lorca, aquella noche les puedo asegurar que traspasé de forma trepidante el umbral de mi imaginación.

Esa mañana de octubre era calurosa, la brisa fresca secaba las franelas empapadas de sudor por el efecto del sol desplegado sobre nosotros, desde temprano la luz solar se tornaba tan incandescente que por un momento tuve la sensación de estar a punto de crepitar junto a los automóviles viejos que abundan en las calles tostadas de Maracaibo, esa ciudad pintoresca y desmesurada del occidente venezolano donde el mar Caribe entra por un costado formando el espeso lago que otrora inspiró hermosos poemas, y hoy solo es un lugar donde los peces intentan sobrevivir en medio del petróleo derramado.

Era media mañana cuando llegamos al Mercado de Las pulgas, empezamos a caminar por tal espacio caótico y delirante, donde lo humano y lo infame conviven en una permanente disputa, los colores, olores y sudores se funden hasta que, por un momento sientes perder el aliento. En medio de esa colosal experiencia innombrable emergió Samuel, venía mimetizado entre ropas, verduras, víveres y un sinfín de cosas más que desbordaban su carretilla, él la empujaba con fuerza haciendo proezas para esquivar los obstáculos de un camino inexistente. Samuel pertenecía a la etnia Wayuu, había crecido entre hamacas coloridas que con mucha finura y destreza tejía su abuela, el ruido del mar era la música de arrullo, sin embargo, esa belleza se desdibujaba cada día por el hambre y el abandono, ante ese cuadro que se iba pintando su mamá y él salieron de La Guajira en un camión y entre las nubes de polvo hicieron su viaje por aquel desierto hasta Maracaibo, desde el primer día que pisaron la ciudad no habían parado de trabajar.

Fue con una carretilla que Samuel y un centenar de jóvenes lograron esquivar el hambre y conseguir un techo. Es con esa nave de hierro o de madera con la cual recorren diariamente largas distancias con cargamentos monumentales, nos cuentan que ya se han acostumbrado al cansancio, a sus dolores, a ser confundido con malandrines por sus “clientes” para no pagarles y que en cada rincón se encuentra al acecho cualquier pillo para arrebatarle su carretilla. Es evidente que, cada día es una lucha constante para vencer la muerte y mantener latiendo el corazón, el mañana es una quimera.

Entre idas y venidas de las carretillas y la dinámica tumultuosa, llegó la noche y aún permanecíamos en el mercado, decidimos ir a refrescarnos en un local cuya entrada era inusual, no sabía con certeza si era puerta o ventana, la luz color azul impedía ver con claridad, aun así logre ver nuevamente los rostros de los jóvenes carretilleros con los que había compartido durante el día, pero no eran los mismos, sus rostros habían transmutado, todo parecía Macondo en clave mayor, observé en ellos por primera vez ojos despiertos, escuche sus risas y carcajadas, entonaban la música de vallenato que se escuchaba al fondo, algunos tenían los ojos cerrados. Sin duda, estaba ante la presencia del único espacio que les pertenecía, donde las fantasías, epifanías y cosmogonías eran un patrimonio intransferible, en ese trance cada uno realizaba su propia singladura hacia la arena gris y blanca de La Guajira, a su libertad robada donde habían sido arrancados de cuajo para desaparecer en la vastedad del caos que resulta ser cualquier ciudad Latinoamericana.

Puedo imaginar que, en sus oníricos retornos a La Guajira, pueblo de la infancia, experimentaron felicidad y melancolía. Revivieron hermosos recuerdos como el color del mar, la arena, el remanso del chinchorro, no obstante, la tristeza los embargó al descubrir que habían sido despojados de su tierra por un ser sin nombre, ni rostro. Concluyeron, que no eran ni de aquí ni de allá, sintieron caer en un abismo, en una especie de limbo existencial donde la identidad es un mosaico de piezas sin encajar. Y en el regreso de ese viaje queda la gran interrogante, ¿Y ahora que somos? ¿Errantes eternos?, ¿Seres espectrales sin tiempo y sin gloria? Un silencio les precedió.

Puedo asegurar que esa noche yo vi El Aleph, quizás no el mismo de aquel cuento escrito por Jorge Luis Borges, pero él dijo alguna vez que existen muchos Aleph, le pido permiso para usar el pasaje de esa historia tan particular, “Vi el populoso mar, vi el alba y la tarde, vi las muchedumbres de América…. ….vi la circulación de mi propia sangre, vi el engranaje del amor y la modificación de la muerte, vi el Aleph, desde todos los puntos, vi en el Aleph la tierra, vi mi cara y mis vísceras, vi tu cara, y sentí vértigo y lloré, porque mis ojos habían visto ese objeto secreto y conjetural, cuyo nombre usurpan los hombres, pero que ningún hombre ha mirado: el inconcebible universo”. Sentí infinita veneración, infinita lástima.

Al amanecer ya no eran ellos y nosotros, éramos una totalidad homogénea de hombres y mujeres, de indígenas y mestizos, retornamos nuevamente, a nuestra tarea cotidiana de conjurar la muerte, con nuestra risa, con el juego e indudablemente con el centenar de carretillas. Y cada noche volvemos otra vez a nuestro Aleph interior como refugio, liberación y trascendencia para hacer comprensible el misterio de la vida.

Franelas: camisetas en España.
Macondo: pueblo ficticio descrito en la novela de García Márquez, Cien años de soledad.
El Aleph: libro de Jorge Luis Borjes.
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