Pintura

La tristeza del censor

7 febrero 2022

Que triste que solo se me recuerde por haber mutilado la obra de un genio. Me llamé Daniele Ricciarelli da Volterra, pero apenas hay quien recuerde mi nombre. Soy ya para siempre elBraghettone, el infame que cubrió las partes pudendas de los personajes del Juicio Final, el gran fresco de la Capilla Sixtina, el que traicionó al divino Michelangelo, su maestro y amigo. Y sin embargo, nadie dice que fue el propio Miguel Ángel quien me pidió, ya muy enfermo, que fuera yo quien se ocupara de tan ingrata tarea.

Miguel Angel Buonarroti estaba culminando el grandioso fresco cuando lo conocí. Tenía sesenta y cinco años y yo en poco pasaba de los treinta. Estaba yo retocando un fresco en una de las capillas de San Marcelo cuando vino a visitarlo ¡Él! Imaginad mi emoción al reconocerle, ese hombre feo, cabezón, de cabellos desagradablemente ralos y nariz chueca, capaz de crear la mayor belleza que los siglos han visto hasta ahora.

Me regaló su amistad durante los siguientes veinticuatro años. Hasta en su muerte quiso que le asistiera. Fui yo quien modeló su máscara mortuoria. Aún derramo lágrimas al recordarlo. Fui uno de los que trasladó su cuerpo desde Roma a Florencia, y volví a una Roma que me parecía vacía, a pesar mi dolor, que no duró mucho. Dos años de tristeza para caer en la nada eterna, que no en el olvido. Braghettone, el colocador de bragas. ¿Acaso merezco tan injurioso apodo?

Mas volvamos a los días en los que nuestra amistad se iniciaba. Andaba Miguel Ángel encerrado en la Capilla Sixtina, a la que hasta el propio Papa tenía prohibida la entrada: nadie había de ver su obra hasta que la considerase acabada. Sin embargo, desde hacía tiempo circulaban por la ciudad demasiados rumores sobre el fresco y Buonarroti hubo de acceder a enseñarlo a Paulo III y a algunos otros. También yo estuve allí y doy fe de que el pontífice quedó impresionado ante la majestuosa belleza de las escenas, sin mostrar ápice de escándalo, no en vano era un Farnesio, gustador de todos los placeres. En cambio, el bobalicón de Messer Biagio de Cesena, el maestro de ceremonias de la corte vaticana, se atrevió a calificar esa obra maestra como propia de un burdel, de tantos desnudos que exhibía. Ya imaginaba el maestro lo que habría de suceder. Pocos días más tarde, Miguel Ángel añadiría en el ángulo inferior derecho, que corresponde al infierno, un personaje con orejas de asno y una serpiente enroscada que curiosamente tenía la cara del maestro de ceremonias. El de Cesena, corrió a quejarse al Papa para que ordenase al artista que corrigiese esa afrenta, pero Paulo, que encontró graciosa la broma, le contestó: Mi poder sólo alcanza a sacar cristianos del Purgatorio. Que sobre el infierno no tengo potestad.

El Juicio Final se mostró al público en la solemne misa de la Navidad de 1541 y, si ya Miguel Ángel era considerado el más grande artista de la cristiandad, gracias a esa maravilla pasó a ser tenido por divino. Pero, entre la generalizada admiración, no faltaron desde muy pronto las críticas envidiosas. Los tiempos estaban cambiando y poderosos enemigos acechaban a la espera de su hora oscura.

Murió Paulo III y fue elegido Julio III. Murió Julio III y por sólo veintidós días reinó Marcelo II. Y luego subió al solio Caraffa, Paulo IV, muy anciano ya, pero con su rabia de quince años todavía intacta. Fueron cuatro años de dura represión en Roma y, sin embargo, mi maestro y amigo no sufrió graves ofensas, por más que las esperaba con calmada indiferencia

Cuando el maestro contaba casi noventa años y ya bajo el auspicio de un nuevo papado, un melifluo jesuita, español para más señas, se acercó a su residencia para explicarle la necesidad de una mayor moralidad en las obras sacras cuya finalidad, así nos dijo, era mover los ánimos hacia la oración y nunca a la lujuria.

-¿Os envían del vaticano para que autorice que pintéis taparrabos en el fresco de la Sixtina? –Inquirió Miguel Ángel.

– Se trataría, signore, tartamudeó el clérigo, de aminorar algunos de los perniciosos efectos de vuestro Juicio Final sin que, por supuesto, se malograse en nada su egregio valor artístico.

– ¿Perniciosos efectos? ¿A qué os referís? ¿Acaso a que hay demasiados penes y testículos y alguna que otra teta?

-Sí, maestro, balbuceó el jesuita, y Santa Catalina que mira lascivamente hacia las partes pudendas de San Blas …

Cuando el cura se fue, Buonarroti me hizo una seña para que me acercara:  aguardarán a que muera, Daniele, y entonces llamarán a algún braghettone de mala muerte para que mancille el Juicio. No quiero que eso ocurra, pero no está de mi mano impedirlo, tan sólo limitar los daños y quién sabe si hasta mejorar la obra; y en este punto me hizo un guiño guasón.

– No, maestro, contesté al adivinar de inmediato sus intenciones, no me pidáis eso.

– Sé que tu respetarás mi obra, Daniele. No dejes que sea otro quien lo haga.

Tres meses después moría Michelangelo Buonarroti, el genio. Como había predicho, me ofrecieron el encargo a los pocos días de mi vuelta de Florencia. Nunca ninguna de mis obras me costó tanto dolor y esfuerzo. Aupado en el andamio, lloraba mientras el pincel acariciaba las pieles nacaradas de sus ángeles. A veces me creía en trance y sentía que Miguel Ángel sujetaba mi mano entre las suyas y la guiaba amorosamente. Trabajé muy despacio, deseando no acabar nunca a riesgo de encender las iras de los censores vaticanos. Al final hube de abandonar, sin haber tapado todo lo que los clérigos pedían. Ya por entonces habían empezado a llamarme el braghettone. ¿Cómo creéis que me sentía al oírlo? Gracias a Dios, no tardé mucho en morir, ya lo he dicho. Pero, casi quinientos años después, la vergüenza sigue asociada a mi nombre: Daniele de Volterra, el Braghettone.

Música
- Canciones interpretadas por Nadia Ortega y Manuel Mejía:
- Gagliarda el tu tu, Christian Mendoze
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