Donde las aves Anidan
La libertad
23 enero 2023
La vuelta fue pausada, sin prisas, ya que la gran cantidad de botín procedente del saqueo no permitía ligereza en los movimientos y éste debía ser protegido por la gente de armas. Hicieron etapas de no más de diez millas, pero al fin llegaron al límite de la tierra libre entre las primeras lomas, introduciéndose en el interior. Basilio tenía el presentimiento de que terminaba una etapa y debía comenzar otra más incierta, pero no menos peligrosa.
Pasaron los días, el otoño ya estaba dando paso nuevamente al invierno cuando comenzaron a llegar partidas dispersas de las fuerzas que habían atacado con éxito, la ciudad de Ilerda. Maltrechos y agotados, comentaban que al poco de entrar en dicha ciudad, tomando un cuantioso botín, fueron acosados por una tropa, un verdadero ejército como nunca habían visto de germanos perfectamente organizados que, desde la Galia, habían entrado en Hispania para reforzar todas las guarniciones importantes del convento cæsaraugustano. Basilio sabía que no solo ocuparían esas guarniciones, sino que continuarían su incursión por el resto de Hispania y, con el tiempo, no solo desplazarían al poder de Roma, sino que continuarían persiguiendo a quien hubiera hostigado al imperio, es decir, a ellos. La ligereza de su caballería, base de su poder, les hacía capaces de entrar en la terra ignota y arrasarla cuando y donde quisieran.
El tamaño que la población había alcanzado en esas tierras hacía inviable su existencia permanente en un lugar que ya no sería seguro. Esto hizo repensar a Basilio estrategias que nunca hubiera deseado. Gentes procedentes de las tierras agrícolas de los alrededores, habían comentado que algunas partidas de brigantes se empezaban a desplazar más al norte, a tierras que Roma llamaba el saltus donde los bosques eran más amables, nada parecidos a los pocos que restaban en las zonas cultivables. Dichos bosques, unidos a un terreno de suaves montañas, permitiría la existencia a quienes los habitasen y supondrían una trampa para quienes no los conocieran. Además, su extensión, mucho más grande que el lugar que ahora habitaban, posibilitaría la movilidad aquí y allá, en caso de ser hostigados por gentes a caballo o a pie y permitiría albergar a mucha más gente. Era, sin duda, la última ocasión para retomar una existencia sin acosos, lejos de batallas contra los que dictaban la buena o mala ciudadanía romana, comentaron entre sí Abulo y Arranes. Éstos, que habían sido partícipes de las disquisiciones que Basilio había hecho entre los suyos, veían con buenos ojos la partida hacia las tierras del norte de todo el pueblo. Sí, pueblo. De la procedencia más heterogénea, se habían convertido en una verdadera unidad. Gentes de variada casta, procedencia social o económica, amalgamados por un mismo enemigo, se veían ahora a sí mismos como herederos de lo que un día pudo ser y no fue, la fusión de Roma con los pueblos de las provincias. «Estamos condenados —se decían— a ser los malos romanos. Pues seamos. Hagamos lo que hagamos, seremos por siempre malos romanos. A este éxodo de gentes que quieren ser libres, algún día, alguien le llamará, nos llamará pueblo. Marcharemos hacia bosques llenos de fuentes, llenos de misterio, llenos de pobreza, pero llenos de libertad».