Relatos
Entren_ando
23 agosto 2024
Nacer como la mayoría, en un hospital. Es la excusa perfecta para justificar que año tras año se suceda una vida de lo más normal.
Su madre había decidido que no quería eso para su hijo. Quería darle una oportunidad para ser diferente, y lo haría desde el principio, del nacimiento. Y para evitar la asistencia médica al uso cuando aparecieran las primeras contracciones, planeó en el último mes de embarazo todos los viajes posibles. Malo sería que haciendo desplazamientos largos de un lado a otro cada día, no le pillara en pleno vuelo, en tren en barco o en globo.
Así llegó la noche en la que, en un tren rumbo a muylejos, se desencadenó el parto. Solo en ese momento le entraron dudas sobre su plan. Se dio cuenta de lo fácil que podía haber sido, y lo difícil que iba a ser. Pero se mantuvo aferrada a su única esperanza de darle a su hijo un futuro que marcara claramente la diferencia.
Al día siguiente la foto del pequeño estaba en todos los periódicos locales, ¡fue primera página en La gaRceta de la Ribera! Y a los dos días, saltó a la prensa internacional como new news a todo color por la negativa de la madre a bajarse del tren. Tenía billetes reservados en ese mismo trayecto, ida y vuelta, y vuelta a ir y a volver para todo un mes de momento.
Las compañías de trenes y aviones les enviaban billetes con las fechas abiertas para publicitarse al lado del fenómeno del momento: tRenfe, un lugar para vivir tu viaje.
Los periodistas subían a fotografiarles en cada estación y alguno se pasaba de parada y acababa maldiciendo a la madre y al niño. Viviendo y viajando siguió siendo noticia cada año.
Su madre un día se apeó y no volvió a subir jamás, pero con tanto pasajero nadie la extrañó. A diario veía y conocía nuevas caras por unas horas, y al rato el escenario cambiaba de nuevo. Llegó bien temprano a la conclusión de que el mundo es un cambio constante, de gente que sube y baja, que quiere ir a un sitio pero a veces tiene que ir a otro para llegar o no llega nunca. Cada uno con su cara y su maleta, más o menos cargada.
El guardaba todo lo que necesitaba en una pequeña mochila, justo encima del asiento 12 A-B ventanilla, en el tren que le vio nacer.
Estaba casi seguro de que nadie volvía del exterior. Todos los que conoció, habían salido para no volver. Dentro, solo se andaba en una misma línea recta, hacia delante o hacia atrás, según el eje vertebral del tren. Pero cuando se bajaban, veía desde su ventanilla cómo de repente cada uno tomaba direcciones diferentes, de entre un millón de posibilidades. Y se perdían a lo lejos.
Decidió probar lo de salir y avanzar desafiando las líneas rectas allá donde el espacio es infinito. Aun con el miedo que le daba tocar por primera vez el suelo más allá de la estación. Se sintió como el primer hombre que respiró el inmenso espacio. Lento. Libre.
Como no sabía dónde ir, se paró. Respiró más lento, más despacio, probando todo ese aire nuevo. Cuando por fin se puso a caminar, se propuso dibujar en el suelo el trayecto que hacía.
Y así, tomando el rumbo de su nuevo trayecto vital,
caminó y caminó con su mochila,
y nunca más paró.
Cuentan en algunos sitios que lo han visto pasar.
Que inventó las baldosas blancas y negras, para poder dibujar
caminos,
para ayudar a elegir direcciones a quien solo se mueve delante y detrás.
Y cuentan que ese peregrino,
siempre que oye un tren
o ve un avión el cielo cruzar,
respira saboreando el aire sin enlatar,
porque no tiene barreras ni límites,
como su rumbo que paso a paso le lleva donde él quiera llegar.