Relatos

Para el que hable primero

3 mayo 2024

Tres pelotitas hay en el cielo, una para Juan, otra para Pedro, y otra para el que hable primero.

Así es como el pequeño dejó de hablar, a su tierna edad de dos años. Como tampoco es que hubiera aprendido muchas palabras hasta entonces, no echaron en falta la desaparición de cualquier comunicación oral. Retrocedió a las señas y se le daba bien, conseguía lo que necesitaba y a veces algún que otro capricho. Dieron por supuesto que algún problema en sus cuerdas vocales no le dejaba ya articular palabra, y siguieron con las rutinas cotidianas.

Como no dijo que quisiera ir a la Universidad, ni siquiera fue a la escuela. A nadie se le ocurrió.

El chiquillo era muy hacendoso y ayudaba siempre en las tareas de casa. Una tarde sonó el teléfono y su madre pareció entristecerse por una noticia. Daba vueltas por el salón diciendo: No me lo puedo creer. Se me cae el alma a los pies.

Él miró hacia el suelo, observó los pies de su madre y vio lo que se le había caído a su madre. Un hilo blanco que se había pegado a su zapatilla. Lo recogió y se lo entregó, pero ésta le cerró el puño con el hilo en el interior y le señaló hacia la puerta.

Se fue hacia su habitación con aquello tan preciado, un alma que conservar y custodiar. Estiró el hilo para ver cuánto de largo era un alma de madre, y lo guardó en su estuche, un poquito doblado y con algún que otro resto de minas de colores.

Todos los días le ponía algo de comer. Un trozo de pan, unas hojas de hierba, hasta una mosca y una pieza de puzzle… pero el alma seguía como un fideo.

Se fue haciendo mayor y no tuvo más remedio que pensar muy seriamente hacer su vida. Alquiló una habitación no muy lejos de su casa y decidió comenzar a hablar. Pero en todos estos años, al oír a los demás, había cogido especial tirria al sonido agudo de la i, y también al de la cafetera, así que decidió no decir ninguna palabra que incluyera esa letra, ni tampoco tomar café.

Hablaba de forma pausada, evitando el sonido prohibido y pensando cómo componer sus frases. Todo el mundo lo entendió como señal de sabiduría y consiguió un buen trabajo de jefe de un sitio importante.

Multiplicó por el número phi todo lo que pudo, porque sí.

Se aburría y probó el café. Y tanto le desagradó, que volvió a callar. Le dieron la baja sin solicitarla y se fue de viaje a pensar.

Pensó en una o dos cosas nada más, y se inventó un Teorema sobre los caracoles y los pensamientos. Y un corolario aplicable a las caracolas y los recuerdos. Y multiplicó por el número phi todo lo que pudo, porque sí.

Empezó por el alma de su madre, que siempre le acompañaba, y luego todo lo demás. Al verle hacer tantas cuentas, pensaron que era un matemático sin par y le seguían a todas partes los alumnos más concienzudos replicando sus cálculos, y explicándose el por qué. Pero él seguía caminando sin más, en su viaje sin pensar.

Llegó a un lugar cálido, lleno de arena, donde ya solo podía multiplicar las dunas. Y una noche, una tormenta de arena se lo tragó.

Sólo quedaron sus calcetines, uno de cada color.

Uno con una mujer dibujada y otro con un caracol.

Y cuenta la historia cuenta, que desde la tormenta gritó…

la letra que nunca dijo y luego se desintegró.

Y ahora en las noches del desierto aparece un viento congelador…

un aire que susurra la i que nunca se pronunció.

Y en las noches quietas si miras las estrellas sin pensar,

hilos blancos en cada una verás flotar,

porque…

 alguien sigue cuidando las almas que al suelo caen.

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