Lana de Voz

El mar nos mira de lejos

12 diciembre 2024

«El rey Salomón tenía en el mar naves de Tarsis con las de Hiram, rey de Tiro, y cada tres años llegaban las naves de Tarsis, trayendo oro, plata, marfil, monos… y pavones». Así dice la Biblia.

Son resonancias muy cercanas, que están ahí junto a las marismas del Coto de Doñana, la mítica ciudad de Tartesos…

Eran los lejanos tiempos del agua y la imaginación desbordante que hoy dejan rastros de arena alucinados.

Junto a las marismas, solo hay que poner la cámara y la arena ondulando bajo la cimbreante curva del aire, construye ella sola las imágenes.

Arden ramas secas dentro de una lata oxidada, ennegrecida por el grosor antiguo de la noche.

Me he estremecido con las primeras imágenes de El mar nos mira de lejos, primera película de Manuel Muñoz Rivas. Se trata de un mar tan suave que parece llorar mientras suena.

Y el viento de color blanquecino también suena junto a las pisadas… que cruzan nubes… que son arena. Un tiempo largo, sin urgencia, y sin destino, se está derramando aquí sobre el sofá, como el chorro del agua aquel… el de las fuentes de la infancia, que pespuntaban los caminos de rumor y garganta.

Hay un corazón hundido en las dunas que late aún, pero los arqueólogos nunca lo podrán desenterrar.

Paletadas de arena de uno a otro lado. ¿A quién pertenece la elegancia de los caballos que corren junto al mar de uno a otro lado de la pantalla, sosteniendo una antigua dignidad en el gesto de su paso, a pesar de los carruajes de feria y domingo que arrastran?

Aullido del barrón, sequedad entre los matorrales, y leña seca. Alguien va pisando sobre las nubes de la arena y arrastra un hatillo de ramas con una parsimonia bíblica.

Déjate hundir en este sopor cercano a la medianoche. Muy pocos pájaros podrán cantar luego a la mañana siguiente en un lugar así. Pero de pronto, en ese amanecer una copa de anís cruzará con su dulzura ardiente por la memoria. Recordaré entonces que había bizcocho en la mesa aquellas mañanas de San Francisco. Era el octubre de los aniversarios.

A veces, sin embargo, los aniversarios tienen también su pequeño dolor escondido. Un camarón se muere en la pantalla muy despacio, mientras se tuerce en la inmensidad de un minúsculo silencio.

El sonido del agua primera de la mañana, el pozo, ruidos de lata y polea, y entonces la dulzura que eleva el frescor interior de la tierra. Se despiertan los poros de la piel a sacudidas líquidas.

La belleza es trágica. Suena o tiembla la luz en la piel de un fruto verde. El otoño presiente el invierno. Una mirada que no espera nada del universo ni de la historia pasada cruza la quietud. Son habitantes que no tienen más peso que un puñado de arena: ocupan unos cuantos chamizos construidos con tablones al borde del mar.

En todo este mundo es ya la hora de partir, y de abandonar toda la consistencia, que hemos construido entre todos. El camarón debe haberse muerto ya a estas horas. Uno puede vivir en mitad de una mente desierta, sin el viento suave del pasado enredándosele en los pasos y sin que la inquietud del pavón que picotea nervioso los colores dudosos del porvenir.

Déjalo hundirse, pues, al pasado, digo, y también al porvenir, déjalo hundirse en las arenas movedizas de la orilla en la última playa de la civilización. Se puede vivir en el desierto, desiertos. Pero no se puede vivir sin la belleza, porque mientras un camarón minúsculo se esté muriendo dentro de nosotros en la inmensidad de su diminuta asfixia, en esos momentos, la mente solo puede mantenerse firme si está impregnada de esquirlas tan luminosas como el abrazo más rotundo: un abrazo sin nadie, pero tan real y fuerte como el latido de un corazón enterrado en las arenas desde la antigüedad. Contra el dolor y la atrocidad, es real toda esa fuerza del amor escondido en las arenas de nuestro propio cuerpo.

Los audios y montaje sonoro son del propio autor del texto.
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