Relatos

A refugio

8 julio 2023

El conductor la llevó hasta el camino donde un cartel de madera luminoso decía: “camino hacia el bosque”. Ella, enfundada en su traje a medida y con su pelo recogido en una perfecta coleta tirante bien alta, bajó hundiendo sus tacones en la tierra, y empezó a caminar. No tardó mucho en quitarse los zapatos y continuar descalza, pero con paso firme y decidido. No le molestaban los rasguños que le iban haciendo las ramas, de hecho, le gustaba sentir esas pequeñas heridas en su piel.  Pero sí se quejaban sus finas medias, ya llenas de carreras y agujeros. Otras para tirar directamente a la basura…

El camino se abría en una bifurcación, donde dos estacas de madera indicaban dos caminos: “acantilado, por el camino corto. Vértigo”. Y “acantilado por el camino largo, por el puente”. Miró su reloj, y vio que era tarde… mejor el camino corto.

Unos pasos más y había llegado al acantilado. Dejaba atrás el bosque y se abría el cielo. La tierra quedaba cortada a sus pies. Antes de seguir, se dio cuenta de que tenía mucha hambre, había estado toda la mañana reunida y no había comido nada. Se agachó, se bebió el aire para oler la tierra y hundió el puño en ella. Arrancó raíces y se las metió a la boca tal cual, pero aún no estaba preparada, no se acostumbraba a la tierra en su boca y escupió y escupió…

Dejó los zapatos bien puestos a la sombra, junto a un árbol que tenía la corteza malherida, sería la marca para reconocer su taquilla provisional.

Empezó a descender por la cuerda, pegada como una araña a la pared, e iba recogiendo los avisos que dejó en el último ascenso. Pinchado en un palo, el primer recordatorio: “Falta papel higiénico”. ¡¡Mierda!! Se me ha olvidado. Es igual… qué le vamos a hacer.

En una grieta de la pared de roca, arrugado, el siguiente recado: “Un lápiz”. Tampoco se había acordado… pero no era tan importante. Descendiendo un poco más, ya al lado de la cueva de piedra, el tercer aviso: “La navaja”. Y sí, eso lo traía, menos mal.

Cuando se quiere regresar, las coordenadas exactas no hacen que ese espacio sea el lugar que buscas. No hay mapa que te lleve al mismo lugar dos veces

En medio del acantilado, el refugio. A refugio, aislada. Sacó la llave, y la dejó en una gran grieta en la entrada. No hacía falta porque no había puerta, pero era su costumbre, el símbolo de que había llegado a su espacio. A veces se preparaba las cosas por si volvía, y llevaba una pequeña mochila con lo estrictamente necesario. Frutos secos, agua, algo de ropa, medias nuevas, un botiquín y las llaves de sus anteriores refugios. A veces seguían como los había dejado. Pero si algo había aprendido es que fuera de tu terreno, siempre hay que improvisar. Por más que se quiera tener todo atado, es imposible.

Era el lugar donde quería estar, pero puede que no fuera su espacio. Y cuando se quiere regresar, las coordenadas exactas no hacen que ese espacio sea el lugar que buscas. No hay mapa que te lleve al mismo lugar dos veces, porque cambia según cómo te encuentras y cómo lo encuentras. Y a veces te sirve y otras no.

Respiró las vistas y olió los verdes. Pasó el tiempo. Se tumbó y descansó. Y el tiempo también descansó.

Se sentó en el borde de la entrada, con los pies colgando hacia fuera. Respiró las vistas y olió los verdes. Pasó el tiempo. Se tumbó y descansó. Y el tiempo también descansó. A su lado.

Cuando amaneció no le apetecía volver, pero tenía cosas que hacer que había dejado a medias y que hasta ayer le habían parecido las más importantes y urgentes. Pensó si quedarse, y eso que por la noche las formas de la roca no se habían adaptado perfectamente a su cuerpo ni a su cabeza. Por eso no tienen mucha salida en el mercado los colchones de roca, pensó… y lo fue a buscar en Google pero no tenía cobertura, menos mal. Su cerebro empezó a hacer el algoritmo del buscador él solito, y sacó los resultados de colchón de roca, y ninguno se acercaba a su búsqueda, ¡había encontrado un nicho de mercado!, no sabía aún si fantástico o no tanto. Cogió las medias nuevas y las llaves, y comenzó el ascenso. Dejó un aviso para la próxima vez en un papel y lo arrugó en una grieta: “almohada”. Al llegar arriba recuperó sus tacones del árbol taquilla, y cogió el camino que decía “al asfalto”. Y al llegar, esperó al taxi impaciente. Le había dicho que estuviera a las siete y pasaban cinco minutos. Aprovechó para ponerse las medias y los zapatos. Cuando por fin llegó el coche, el conductor le preguntó: ¿donde siempre?

Entonces se dio cuenta de que por mucho que cambiara de refugio, cada día volvía al mismo sitio, el punto de partida era siempre el mismo, pero no tenía otro que decir, no se le ocurrió, y el mundo le hizo click en el estómago y las tripas a la vez. Se bajó del coche, pagó al taxista para ‘tantos’ viajes y le dijo.

  • Ven a buscarme a otro lugar, no sé a cuál, pero no será aquí. Y cuando me recojas, no iremos donde siempre.

Y se adentró en el bosque por el camino cuyo cartel luminoso decía: “no lleva a ninguna parte”, para perderse de verdad de una vez.

Dice la leyenda… que el taxista la encontró al cabo de muchos días, pero se hizo el loco por miedo a haber tardado demasiado… o demasiado poco, cómo lo podía saber. Y dejó de buscarla y se olvidó de su misión. Ya la había buscado, pero no la tenía que encontrar, eso ya lo haría ella misma.

Y dice la leyenda… que ella se dejó encontrar, pero que realmente no pensaba ir a ningún lugar, porque en cuanto decidiera un destino, aunque fuera en su imaginación, sería como ir a donde ya había estado.

Y cuentan los duendes cuentan, que si ves a una mujer en la montaña o el bosque, que no va a ninguna parte pero no está perdida, le preguntes por los colchones de roca, porque te contará un cuento que no termina con colorín colorado.

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