Historias Invertebradas
Sanjuana, Alquimista
15 diciembre 2022
El tío Jorge es un señor moreno de ojos pequeños, toda su vida fue agricultor. La curvatura de su columna delata sus años de oficio y también la cercanía a la edad de 90 años. Entre sus infinitas historias cuenta que en su infancia conoció a Sanjuana, una mujer que lo impresionó por su serenidad y embrujo en iguales proporciones.
Él, cierra sus ojos y hace un esfuerzo por recordar la vida de ella y empieza su relato:
Por aquel entonces la brisa fresca descendía a raudales por las laderas de las montañas, acariciando suavemente las espigas doradas de trigo, estremeciendo el follaje y las hojas de los árboles de eucalipto, pino y caucho. Los lirios florecían adornando los bucares con su color morado, y las ardillas brincaban alegremente de rama a rama. La luz solar inauguraba los días de labriego en la finca San Mateo.
Regularmente, Sanjuana visitaba la finca para internarse allí durante varios días y realizar la afanosa labor de extraer aceite de la planta de tártago. Ella era una campesina, de tez morena con rasgos gruesos y una larga cabellera negra. Entre los avatares de buscar alternativas para aliviar la pobreza descubrió en los saberes de sus tías, el arte de destilar aceites. Fue así como se inició en una necesidad permanente de extraer esencias de todo lo que brotaba de la tierra para sanar o para perfumar. Se convertiría pues en una alquimista artesanal.
Yo tenía 11 años, continua mi tío su relato, y recuerdo verla llegar a San Mateo una vez por mes. Se perdía entre los matorrales, para emprender su tarea. Observaba los arbustos de tártago, contemplando sus colores, el tamaño de sus hojas y ramilletes y empezaba a cortarlos cuidadosamente para no llenarse las manos del líquido lechoso que emanaba al ser escindidos, iba haciendo montones para que éstos empezaran a secarse y así desgranar las semillas de aquellos frutos que tenían forma de erizo.
Luego, trituraba las semillas con golpes suaves en un mortero de piedra, y las colocaba en un recipiente con agua para someterlas al fuego lento durante prolongadas horas hasta convertirse en fluido viscoso. No era posible permanecer cerca de ese proceso, pues Sanjuana decía que el ruido en varias ocasiones hizo que el líquido se desbordara del recipiente desmesuradamente, hasta quedar vacío. Todo ello –contaba- me parecía misterioso e imposible pero siempre le hacíamos caso.
Sanjuana era la única que permanecía allí, observaba los detalles, dejándose envolver por la atmósfera de vapor que poco a poco emergía y la rodeaba, era la magia de la tierra, el fuego, y el agua que con sutileza se fundían en una acción creadora.
Una vez que las semillas habían hervido y secretado su líquido, tomaba plumas largas de gallina e iba separando el aceite y colocándolo en un recipiente de vidrio, ayudándose también de otros artefactos. La observación, la paciencia, y el detalle eran sus herramientas para el largo proceso de producir aceite de ricino.
Al cabo de algunos días veíamos a Sanjuana salir de los matorrales con una carga de litros de aceite, que luego eran entregados en la botica del pueblo y también entre los curanderos.
Sanjuana se despedía cada mes de la finca dejándola impregnada del aroma del aceite, que, aunque no era de rosas, acababa embriagándonos igualmente.
Al pasar los años, ella no volvió más y nunca más conocimos otra mujer que convirtiera el tártago en aceite y nos hechizara con sus esencias.
Finalmente, mi tío acabó su cuento con una sonrisa tenue volviendo su mirada sobre los grandes arbustos de tártago que habitan su jardín.
Al retornar a la casa ya era de noche, solo se escuchaba el croar de las ranas, el canto de los sapos y el ladrar de los perros, en ese silencio pensé en Sanjuana como la alquimista anónima que se sostuvo sobre la fuerza y el poder de los 4 elementos para transmutar plantas y sanar dolores de carne y espíritu. Logró asimismo diluir su terrible miseria y conjurar la muerte hasta ser finalmente fundida en la vastedad de la tierra.