El Bohío Caraqueño
Soy, es, somos
20 abril 2023
Soy Edmond, Edmond Albius y tuve la mala fortuna de nacer esclavo. Por allá en 1829, en Sainte Suzanne Reunión. Les confieso, que viví con un hueco toda mi vida, amarrado, anhelando el calor de un abrazo, de respirar aires libres. En aquel entonces, en mis rincones, más muerto que vivo, deseaba siempre huir. Alcanzar esas voces de mis antepasados, que me mentaban desde el lejano oeste. Siguiendo el hilo de la gran Madagascar, atravesando el cabo de La Esperanza, hasta donde se hunden las aguas y se juntan con el horizonte, o más allá, en el descanso eterno.
Y ahora que estoy muerto, me la paso pululando como un murmullo incrustado en las paredes, un eco o un silbido. Como brizna, viajo por senderos, topándome a menudo, con otros espíritus quebrados, que tampoco conciliaron por las noches, que con la luz tenue, también abrían sus ojos a lo invisible, y en esos largos espacios de vigilia, exhalaban vacíos. Como ellos, padecí hambre, fui un ente sensible, brillante y desamparado, inclinado a la melancolía. Sin embargo, me alimentaba el correr por el monte y de tanto andar, una mañana de abril, con mis pulmones a reventar, caí postrado ante la belleza de una orquídea de la vainilla. Nos miramos en silencio, largo y tendido, nos volvimos amantes, de tanto amar y cuidar, aprendí el lenguaje de las flores, a polinizar con las manos, vistiéndome con el ropaje de horticultor. Cuando Francia abolió la esclavitud, me volví una piedra rodante, anduve dando vueltas por ahí, dislocado y errante. Paré en prisión por varios años, al salir, me esperaba la calle, la muerte de mengua en un callejón, en la miseria, lejos de abril, el campo y la vainilla.
Alguna vez, andando en este viaje perpetuo, por estos senderos un alma me detuvo. Se presentó como Hermann, o lo que alguna vez fue Hermann Sinclair. Me contó que tuvo la mala fortuna de volar en mil pedazos, que sumergido estuvo en una trinchera, estrecha y putrefacta. Un laberinto, donde no había hermandad, mucho menos humanidad. Solo Moloch merodeando entre las sombras, el día de su muerte tuvo una premonición, por eso, tembloroso, escribió una última carta, sin destinatario.
Un impulso desde las vísceras, un grito, como intentando alcanzar la espiritualidad a través de la prosa desesperada. Sí, desesperada al comprender que ya no volvería a su hogar, a su familia, a su calle, a ella… Las autoridades le convencieron, que la defensa militar, era un mal necesario. Pero ese fatídico día se hacía la misma pregunta, qué hago yo aquí. Su angustia le dio paso a la resignación, cruzaba la última puerta, y ahora que estaba muerto, en su condición incorpórea, les grita a vuestra augusta presencia como una advertencia contra la guerra. Les ruega, que no permitan que triunfen, la intolerancia, la violencia, el militarismo, ni la odiosa indiferencia.
Deambulando coincidí con otro de los murmullos, en esas paredes del limbo. Me invitó a detenerme, y escuchar su historia, a través de una mámpara, una voz dijo: «Soy Peter» —hubo una pausa y corrigió— «Soy el despojo de Peter Norman, pero aun desperdigado y perdido en el tiempo, me niego a olvidar, sabes, alguna vez fui un gran atleta, inclusive, obtuve la medalla de plata en los Juegos Olímpicos de México en 1968«.
Suspiró y hubo otra pausa, luego continuó con voz entrecortada: «Esa tarde marco mi vida, Dios, qué minutos de gloria, pero confieso que el resto de mi existencia, estuvo plagada por la tragedia, pagando un alto precio, por haber sido solidario a una causa justa, digna, no me arrepiento ni un segundo de mi decisión, aunque no era mi lucha, esa tarde en el podio, la hice mía. De ese instante, solo lamento, el no haber levantado orgulloso, mi brazo con el puño cerrado al cielo. Sin embargo, declaré mi apoyo a favor de los derechos civiles, los moralistas jamás me perdonaron, eso me valió el ostracismo, fui ignorado en mi país, padecí en carne propia la discriminación, pero juro que no me arrepiento y lo volvería hacer.
Y hoy, más que un quejido de dolor, soy un grito sanador que cura el alma. Soy una proclama del ser, una plegaria por los que están vivo. Por favor, usted que anda por esos caminos, si habla con aquellos que padecen, sean vivos o muertos, cuente mi historia. A ellos les digo, que realmente no hay dolor, ni muros que derribar, más que los que se ponen a sí mismos».
De repente, la voz se disipó, reinó el silencio, por mi parte, inhalé el relato, recobré mis bríos y partí, otra vez a correr por los senderos. En plena correría, me preguntaba el porqué de mi afán, pero al mirar ese verdor de los campos, recordé que anhelaba ir al oeste, más allá de la gran Madagascar. Atravesar el cabo de La Esperanza, directo al golfo de México. Subir hasta la cúspide de la pirámide de Kukulcán, en búsqueda de mi podio, y antes de sembrarme diseminado en mil pedazos junto a la orquídea de la vainilla, levantar mi brazo con el puño cerrado al cielo y gritar a todo pulmón, en libertad, soy Edmond, es decir, somos Edmond Albius, y siempre seremos, por los siglos de los siglos. Amén.
Música ------- High Hopes de Pink Floyd