La Madriguera
Un día cualquiera

Un día cualquiera; Domingo por la noche. La jornada y el fin de semana agonizaban mientras el cabo primero Guillén daba los retoques finales al informe que iba a presentar, en unas horas, a su superior jerárquico. Debía dar cuenta de las pesquisas de las últimas semanas que habían llevado a su equipo a cerrar un caso que, desgraciadamente, cada vez era más frecuente, aunque en ocasiones los intereses por silenciarlos eran más fuertes que la necesidad de arrojar luz sobre ellos y sus causas. Al entrar en el cuarto el cuerpo lívido y rígido de la chica y el frasco vacío de analgésicos, sobre la nívea mesilla, componían un cuadro que no por tantas veces visto resultaba menos descorazonador. Nada que hacer, solo quedaba esclarecer las causas del fatal desenlace.
Nekane había llegado, junto a su familia, a la pequeña localidad de escasos siete mil habitantes hacía escasamente un año. Algo tímida y prematuramente desarrollada para sus catorce años: — no acababa de encontrar su sitio en el mundo ni en el instituto, pero los pocos momentos que compartíamos tras el trabajo no nos hicieron sospechar nada fuera de lo normal — declaró su madre. Por las entrevistas a sus compañeros supieron de sus muchos intentos por ser simpática desde el primer día si bien su rotunda apariencia y su urbanita forma de conducirse pudieron levantar tempranas envidias o rivalidades que hicieron que ésto no fuera posible también desde el primer día, siendo Nekane objeto de burlas y algún agravio físico ya desde el inicio del curso. — No quiso enfrentarse a nadie; le daba miedo. Le recomendé que hablara con el tutor, pero no me hizo caso — le relataba Sonia, una de sus escasas amigas, al cabo primero. Los compañeros no señalaron culpables, — Fuenteovejuna— dijeron, y ese fue el único momento en el que el cabo Guillén se permitió una ligera sonrisa pues pensó que los chavales únicamente se acordaban de la literatura cuando les interesaba.
Investigar en el instituto y entre el profesorado fue más complicado. Los protocolos. El informe, por los testimonios recogidos a unos y otros, quedó resumido en que no se había detectado nada fuera de lo normal. Una chica nueva, con problemas de adaptación a la que siempre se veía sola. No tenía partes disciplinarios ni se habían recibido quejas de ella. — Alumnos así hay muchos y además nos faltan recursos para atender este tipo de alarmas — atestiguó Mario, el único profesor que, abiertamente, se atrevió a señalar las deficiencias del centro y de la Administración.
Por lo recogido en el testimonio de Sonia, ella era la única “amiga “que Nekane tenía en el pueblo. Muchas tardes las pasaban en el espigón hablando de sus cosas. Fundamentalmente de los complejos que la atormentaban y de los problemas que tenía en el instituto. Allí es donde le enseñó todos los mensajes y fotos, —memes — dijo la amiga, que recibía a diario. En los últimos días antes del fatal desenlace no se vieron. Nekane no acudía a clase por una indisposición y tampoco le cogía el teléfono.
El resto del informe se componía de cuestiones técnicas. Huellas, tejidos, fotos y la rutina pericial de siempre. Caso cerrado, ningún culpable; otra muerte que habría que achacar a las fisuras del sistema.

Otro día; Domingo por la noche. La jornada y el fin de semana agonizaban mientras el cabo primero Guillén daba los retoques finales al informe que iba a presentar, en unas horas, a su superior jerárquico. Debía dar cuenta de las pesquisas de las últimas semanas que habían llevado a su equipo a cerrar un caso que, desgraciadamente, cada vez era más frecuente, aunque en ocasiones los intereses por silenciarlos eran más fuertes que la necesidad de arrojar luz sobre ellos y sus causas. Al entrar en el cuarto, el cuerpo lívido de la chica y el frasco vacío de analgésicos sobre la nívea mesilla componían un cuadro desolador si bien su madre, que ya llevaba unas semanas pendiente del comportamiento extraño de su hija, había llegado a tiempo para evitar el fatal desenlace y en esos momentos se encontraba sosteniendo delicadamente la mano de su hija mientras el equipo médico desplazado en un tiempo récord acababa de estabilizar a la chica y había certificado que lo peor se había evitado. Esta vez habían llegado a tiempo.
Nekane había llegado, junto a su familia, a la pequeña localidad de escasos siete mil habitantes hacía escasamente un año. Algo tímida y prematuramente desarrollada para sus catorce años: — no acababa de encontrar su sitio en el mundo ni en el instituto, pero los pocos momentos que compartíamos tras el trabajo no nos hicieron sospechar nada fuera de lo normal — declaró su madre. — Solo al final, cuando Sonia me contó por lo que estaba pasando mi hija empecé a atar cabos y pensar que algo grave podía suceder — acabó reconociendo entre lágrimas.
Fue ella, Sonia, la única que se podía considerar “amiga “de Nekane, la que dio la voz de alarma y puso a todo el mundo sobre aviso. Muchas tardes iban juntas al espigón a hablar de sus cosas, aunque casi siempre eran los problemas en el instituto y los mensajes hirientes que la segunda recibía en su móvil los que acababan monopolizando las conversaciones. Los consejos de Sonia para que denunciara su problema al tutor, a sus padres, a la policía caían uno tras otro en saco roto hasta el día en que Nekane confesó que preferiría desaparecer, no existir, antes que enfrentarse a la situación. Ese fue el detonante.
Sonia acudió a algunos de los compañeros implicados en el acoso. Lo negaron —no he sido yo, no lo puedes demostrar, ojito con lo que haces, …— eran las respuestas que obtenía. Tenía todas las de perder. No todos participaban, pero sí que encubrían con su silencio. Eso era igual que participar activamente en la burla, pensaba Sonia. No se amedrentó y decidió tocar otra tecla. Esa misma tarde llamaba a la puerta del claustro de profesores.
Ir a contar un caso así de “tocho”, como decía Sonia, imponía respeto. La escucharon, pero también le dijeron que había que estar muy seguros antes de iniciar unos trámites que pusieran en marcha la maquinaria de los protocolos oficiales anti bullying de su Comunidad. Decidieron poner sobre aviso a la familia y dedicar un miembro del claustro al seguimiento de Nekane mientras estuviera en el instituto. Sonia y los padres serían sus ángeles de la guarda fuera del centro.
El resto de la historia se precipitó en cuanto Nekane dejó de acudir al instituto. Todos los “vigilantes” se pusieron en contacto y milagrosamente la madre de Nekane llegó a tiempo de quitarle de la mano a su hija el frasco de pastillas que ya había empezado a tragar en un intento por desaparecer, por hacerse pequeña, por resolver definitivamente su angustia privándose también, aunque ella en ese momento no lo sabía, de una larga vida llena de experiencias y emociones. El final del informe se componía de cuestiones técnicas. Huellas, tejidos, fotos y la rutina pericial de siempre. Caso cerrado, ningún culpable. Un triunfo que habría que apuntar a lo mejor de la condición humana.
OTRO DIA, OJALÁ AQUEL DOMINGO CUALQUIERA HUBIERA SIDO… OTRO DÍA.
