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La casa de los abuelos

10 diciembre 2022

Es madrugada aún y disfruto estas horas de silencio total, si acaso se escucha el canto a lo lejos de algún pajarito o un gallo que anuncia el alba. El olor a tierra mojada impregna la atmósfera.

Disfruto de las bocanadas del cacao caliente vertidas en mi taza, y contemplo en el horizonte el despliegue de luces del pueblo de Sanare, penetro la mirada al fondo para deleitarme con el relieve que dibujan las crestas de las montañas de El Tocuyo. 

Este paisaje de Sanare me ha acompañado desde mi infancia. Allí, en ese pueblo tengo una colección de vivencias que sirven de fuego para encender la llama cuando ésta parece extinguirse. Remuevo mis recuerdos y surge con ímpetu las visitas a la casa de los abuelos.

Los domingos mis padres me montaban en aquel viejo camión verde y bajábamos desde la montaña de San Mateo hasta la casa de los abuelos Eucelia Gamboa y Ángel Ramón Carrera.

Ellos vivían en la parte alta de una pronunciada curva del sector La Arboleda. La casa era de bahareque, con sus paredes agrietadas y su techo de zinc herrumbroso, pero con un aroma difícil de describir, era una mezcla de olor a tierra y a felicidad. ¿Existe el olor a felicidad? No lo sé, pero era lo que experimentaba al sumergirme corriendo por aquella puertecita, y treparme por las escaleras de madera para subir a la troja y junto a mis primos inventar juegos.

Los abuelos tuvieron ingenio para criar a su gran prole, eran 16 hijos e hijas. Mi abuelo montaba una bicicleta para entregar encargos, sembraba maíz y caraotas en su huerta, tenía un rebaño de cabras y hasta llegó a tener como gran patrimonio una bodega.  Allí usted podía conseguir de todo, desde cambures verdes, alfileres, hilos y unas ricas acemitas traídas del caserío de Yay. Entrar a esa bodega era sumergirme en una especie de oasis, mi abuelo era un hombre muy tierno y siempre me consentía con una piñonata roja, él sabía lo mucho que me gustaban.

La abuela Eucelia era otra cosa, era tejer el cabello, atender a enfermos de la comunidad, y servir sus ricas arepas con leche de cabra.

La casa de mis abuelos era una puerta abierta a la gente humilde que venía del campo y no tenía donde albergarse. En esa casa conocí un sinfín de personajes: Bruno el loco, que siempre andaba con un terrón empuñado en sus manos y comiendo Chimo. Marcos, el suerero, pues tenía un montón de envases de Cartón de suero atados a su ropa como una especie de atuendo. Josefina que era una hermosa mujer de la que varios de mis tíos la enamoraron. Dolores un señor que era enano y contador de muchos cuentos. Sería enorme la lista de juglares y saltimbanquis al punto que enumerar, tanto que desbordaría este relato.

Esa casa de familia campesina y popular sirvió de simiente y de suelo fértil para una pléyade de hombres y mujeres dignos, para calmar el hambre al enfermo, para recibir a los locos, para el juego de los niños.

Finalmente, la casa llegó a su ocaso, se fue quedando sola. Mis abuelos enfermaron y luego, rodeados de sus hijos y cientos de nietos transmutaron convirtiéndose en nosotros, dejando su impronta indeleble para no extinguirse jamás.

Vuelvo al presente y sigo contemplando el pueblo que se va iluminando con las reminiscencias del alba, los recuerdos continúan.

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