La Madriguera

Ensayo sobre la nevera

El nobel portugués José Saramago publicó en 1995 una de sus más conocidas obras, “Ensayo sobre la ceguera”. Me atrevo hoy, copiando y adaptando descaradamente su título, a hablaros sobre las neveras. En concreto reflexionaré sobre sus puertas. Es habitual que queramos tener aquellas cosas importantes o valiosas a buen recaudo en nuestras viviendas. Las guardamos tan bien que, a menudo, cuando realmente las necesitamos, no las encontramos: — cariño, ¿donde están las escrituras del piso?, — mi amor, ¿te acuerdas donde dejamos la póliza del seguro? Llegados a este punto es cuando las puertas de las neveras cobran importancia. Justifican su presencia más allá de conservar correctamente nuestras viandas. Se hacen grandes. Son como el escritorio del ordenador. Allí dejamos todo lo que queremos encontrar rápidamente sin tener que dar vueltas por los distintos archivos. Lo que no queremos olvidar. No por estar ahí colgadas, estas cosas, dejan de ser importantes. Quizás lo sean más, por su urgencia. Por su necesidad.

De la misma forma que dicen que los perros se parecen a sus dueños las neveras y sus puertas también lo hacen. En mi experimento he visto alguna que otra foto de frigoríficos para concluir que es muy fácil identificar a unos u otros. A los artistas, a los profesionales de la cocina, a las familias numerosas o a los solteros. También en mi experimento he topado con gentes a los que he dado en llamar “polífrigos“. Tienen varias neveras, para distintos ambientes y situaciones. En ocasiones estos prejuicios míos no se cumplen ya que una puerta abigarrada y desordenada en exceso da paso a un mundo de orden y perfección en el interior y viceversa. También en el mundo frigorífico las apariencias pueden engañar.

En estos paneles de múltiples colores, formas y texturas puede colgar de igual manera la vida y la muerte en forma de próxima cita médica. La esperanza y el futuro nos mirarán cada mañana en una foto en 3D de algo parecido a un bebé. Los poetas plasmarán en ellas sus ideas para que no vuelvan a las musas sin quedar grabadas  en papel y cada primavera como anticipo de la temporada de sol y playa fijaremos en ellas las más diversas combinaciones de hidratos, azucares, proteínas y grasas; de las buenas, claro. Las parejas sin hijos colgarán postales de los más remotos lugares, porciones del mundo que se han visitado o se han de visitar y que les recordarán porqué alquilan sus servicios todos los días de siete a tres. Cuando en las casas aparecen las criaturas, las neveras se pintan de color. Los dibujos del cole, las primeras letras que formarán las primeras palabras y los horarios, los dichosos horarios que colgamos en septiembre y al llegar el mes de junio rompemos en mil pedazos dando gracias a Dios de que haya terminado otro curso escolar. Y las neveras de los abuelos, ¡ay las neveras de los abuelos! esas en las que nunca falta de nada. Ahí encontramos los pines de los viajes familiares que más que simples trozos de imán y metal resultan ser estrellas en un firmamento de cariño. Son trocitos de corazón que más que su procedencia recuerdan que en algún momento, en algún lugar alguien se acordó de los suyos. Pero de todas las historias de neveras que he podido recopilar me quedo con aquella que me contaron hace ya unos meses. Lucía notaba que perdía la memoria y no tardó en recibir el diagnóstico definitivo de la fatídica enfermedad del olvido. No dudó en colgarlo en la puerta de su nevera, donde también figuraban las notas de lo que había hecho en días anteriores, para que, cuando por fin llegara el día en que no recordara nada, pudiera mirar a su nevera y saber que era lo que le estaba sucediendo. En mi casa, ¡maldita sea, hemos tenido que comprar un corcho! La puerta de nuestra nevera es de cristal.

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