El Bohío Caraqueño
Dolores
Ariel Montes de Oca, nunca olvidó aquel día, cuando cerró los ojos, abrió la boca, y de imprevisto, creció por dentro. Entonces, cursaba el primer año de bachillerato, en un liceo público, cuyos estudiantes tenían la mala costumbre de ser revoltosos, según las autoridades, puros ñangaras* promotores de disturbios, decían los policías. Por otra parte, él tenía un perfil carismático, que hacía comparsa con su carácter díscolo y atolondrado, manteniéndose siempre al margen de todo tipo de gresca, tumulto o alteración del orden público. En realidad, era un chico listo, una mixtura ecléctica entre el payaso del salón y el alumno aplicado.
A inicios del segundo lapso del año escolar, se incorporó a su salón, un pintoresco estudiante originario de la provincia, un humilde campesino de la región andina, tímido, taciturno con una sencillez a flor de piel. Sin embargo, desde el primer día de su llegada, cada vez que los profesores pasaban la lista, Dolores Becerro, era víctima de la sorna colectiva, hasta el punto del paroxismo orgásmico, todo debido a dos peculiaridades, su ambiguo nombre y su marcado acento andino. Casi a diario, esta pobre alma llevaba sobre su espalda, el peso del acoso. Su asistencia al aula significaba, toda una sinfonía del tormento, y para redondear la tragedia, su estructura corpórea era endeble, como una paleta pálida de helados, con brazos largos como suspiro de culebra, un caminar descoordinado, además, vestía siempre el mismo uniforme, una chemise* escolar, una talla menor, arrugada y descolorida y unos pantalones desteñidos y brinca pozos, además, era común sus llegadas con retardos a las clases, ya que habitaba en alguna vereda inaccesible de Macarao, en las periferias de la ciudad. Configurándose en torno al chico, un penoso tinglado, armado para el bochorno y el escarnio.
Pero en esos misterios del destino, Dolores sentía una cierta admiración y confianza por Ariel, posiblemente debido a su aplomo, dicción y atinadas intervenciones en clases, que lo hacían ver, por lo menos en apariencia, algo más maduro que el resto de los compañeros. En una ocasión, se suspendieron las actividades académicas debido a un consejo extraordinario de docentes, reiniciándose en el turno de la tarde, por consiguiente, Dolores que estaba tan retirado de su hogar, y al solo conocer a duras pena, la ruta de ida y venida al liceo, aprovechó la oportunidad para proponerle al único compañero por cual que sentía empatía, que le enseñara parte de la ciudad, Ariel aceptó con la condición que le invitase a lo que el quisiera, así se selló el pacto, pero de seguro que Dolores no contaba con suficiente capital.
El paseo fue un total fraude, limitándose a un par de vueltas a la manzana, después de invitarle una hamburguesa y alguna chuchería más, Ariel más pendiente de llegar a su casa, relativamente cerca del liceo, aprovechó en las primeras de cambio, de subirse al transporte público y abandonar a su suerte a un extraviado Dolores. Desde un primer momento, Ariel escuchaba las voces del remordimiento, pero ya era tarde, lo que aun no podía saber, es que esas voces nunca se acallarían, y harían raíces en su alma.
La angustia y la culpabilidad iban in crescendo, en la tarde de regreso a clases, Ariel cifraba una leve esperanza verlo, pero al no hacer acto de presencia, estalló en desesperación, que mala acción, hacerle eso a un ser tan necesitado, todas estas ideas martillaban su conciencia, pero Dolores no regresó.
Pasaron los meses, casi terminaba el año escolar, Ariel subía los pasillos que conducían a la puerta principal, para su sorpresa, en sentido contrario, venía bajando Dolores en compañía de una señora y una niña, eran su madre y hermana. Al toparse frente a frente, fue inevitable el saludo, el rostro de vergüenza de Ariel eran inocultable, por no decir que escandaloso, no supo que decir, Dolores lo saludó con gentileza y dijo «madre, te presento a mi mejor amigo del que tanto te he hablado», y en una de las pocas veces Ariel, que levantó la mirada del piso, observó el rostro humilde de esa mujer que irradiaba orgullo al conocer al amigo brillante e inteligente tantas veces mencionado por su hijo, su único amigo de la ciudad. Ariel tan solo contaba con 12 años, la misma edad de Dolores, la diferencia estaba en que uno era un niño y el otro… un hombre.