Varios

Aquellos maravillosos años

Miles de personas esperan impacientes. Gritan y corean su nombre y entonces ocurre. Sale el jefe al escenario y suena la armónica. Durante unos segundos todos callan y una corriente invisible recorre y une esos miles de almas para, durante casi tres horas, llevarlos a otro sitio. The Boss is in the city (el jefe está en la ciudad). Bruce Springsteen ha venido a España otra vez. Ha venido a recordarme aquellos maravillosos años y os lo quería contar.

Sus detractores dicen que solo habla de autopistas, Cadillacs y fábricas. A mí me habla de más cosas, a veces sólo a mí. ¡Qué suerte tengo! Me habla de unos chicos que se reunían a jugar al baloncesto en el parque de Alagón, después del “coche fantástico“ y bajo un sol abrasador para luego juntarse en la piscina en torno a un radiocasete y oír al jefe. Años de futuro incierto donde jóvenes indolentes viven la vida. Los más lanzados y confiados juegan sin camiseta. Se lucen al sol como los chicos de las canciones de Bruce para luego por la noche intentar subir a algún Cadillac que les lleve “Down to the river”.

Me trae a la memoria cuando con dieciséis años, buscábamos sus letras para ver qué decían esas canciones que, sin entenderlas, recitábamos de memoria. De mayor he comprendido que hablaba de más cosas, de la tierra prometida, la de cada uno, de Tom Joad y los desamparados de la Gran depresión americana que fueron a buscar a otras tierras las uvas de la ira y de los sueños rotos que todos olvidamos por unos momentos cuando el saxo de “Jungleland“ nos transporta y nos hace felices. Parece imposible que alguien que desborda energía y hace que miles de personas canten a coro canciones y mantras que ni entienden haya sido infeliz alguna vez. Me recuerda a aquellos payasos que una vez despojados de su sonrisa pintada y su nariz colorada vuelven tristes a casa.

También me habla de un joven zorro que en el asiento de detrás del coche familiar (que no era un Cadillac ni un Chevrolet) cantaba una y otra vez “Thunder Road” hasta que su madre le decía basta. Basta de oír al hijo y basta de oír esos guitarreos ensordecedores que a la madre tanto le disgustaban y al chaval tanto le gustaban.

También pienso que la envidia no es sana, nunca lo es. Yo querría estar estos días en Barcelona como Spielberg, y los Obama que han ido a verle. Y de eso también tengo envidia, de que políticos y artistas se reúnan sin prejuicios y colaboren para hacer las cosas mejores. Cada uno desde su espacio. Los imagino cenando en Barcelona y hablando de sus cosas. Artistas y políticos, ahora millonarios, que surgidos de la nada cumplieron el sueño americano para hacernos felices a todos.

Así que, sin más, despido esta crónica de urgencia surgida al calor de una armónica, un saxo, unas guitarras y un puñado de recuerdos de juventud que a buen seguro muchos compartiréis.

Larga vida al jefe. Hay gente que no debería morir nunca. 

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